Dueña de mis pasos

Crecí en una familia de mujeres. Tengo dos hermanas menores. Tengo una hija y una enorme familia extendida. El día que salí de ese mundo tan enteramente femenino, me sentí llena de fuerza, pero también de temores.

por Azucena Cháidez

Por Azucena Cháidez

Crecí en una familia de mujeres. Tengo dos hermanas menores. Tengo una hija y una enorme familia extendida- tanto del lado materno como del lado paterno- compuesta mayoritariamente por mujeres. Estudié desde la primaria hasta la preparatoria en una escuela sólo de mujeres. Mi entorno fue y sigue siendo profundamente femenino. El día que salí de ese mundo tan enteramente femenino, me sentí llena de fuerza, pero también de temores. Quizás con el tiempo me he permitido aceptar que lo que sentía era miedo. Una necesidad de hacerme oír y respetar, de aprender y de crecer -esa necesidad- creció más en mis años universitarios. Una frustración enorme de toparme continuamente con mis propios límites al confrontar presencias de autoridad masculina.

A través de algo más de veinte años de buscar mi camino en el mundo profesional, he aprendido que ser mujer en espacios tradicionalmente masculinos tiene un costo. Un costo personal y laboral. Que no se puede tenerlo todo. Y no es personal, sino genérico. Nos pasa a todas. Además de las violencias propias de crecer en un mundo de construcciones culturales profundamente machistas dentro de ambientes tradicionales conformados por mujeres, una de las experiencias más simbólicas para mi historia fue elegir estudiar un posgrado en el extranjero. Sola. Sin familia de soporte o una red que protegiera mi “honorabilidad”. Aún recuerdo a mi padre, amorosamente sentado a la orilla de mi cama tratando de convencerme de los horrores de vivir sola, fuera de casa, en un país extraño. Hasta que logré una beca para hacer lo que quería y el apoyo que pedí fue únicamente que no se opusieran a mi partida. De alguna forma, mi familia lo aceptó y lo abrazó. De alguna forma, a través de su historia, la de mi propio padre, aprendí que uno no puede quedarse con lo que le dicen que puede ser. Él siempre fue mucho más.

Por un breve espacio de tiempo, vivir fuera de México se convirtió en una experiencia liberadora. Dejé de caminar con las llaves en la mano, mirando de reojo si me seguían en el camino a casa. Fue el primer momento en mi vida en que empecé a caminar sintiéndome dueña de mis pasos. Las decisiones de mi vida me trajeron de vuelta al país y a una vida de casada. Hice la boda que creí que quería(n) y cuando esa vida no fue lo que yo era, me divorcié. Esa decisión marcó un nuevo rompimiento en mi vida con la tradición, con la expectativa, con la carga del deber ser. Formó parte de un proceso más amplio en una enorme familia de profundo arraigo a una pequeña comunidad perdida en la hermosa sierra de Durango. Mi divorcio fue, como vivir fuera de México, un recordatorio de que soy dueña de mis pasos.  Volví a casarme y entendí que la vida no es lineal. Los roles se rompen y se reinventan. Los caminos que elegimos pueden ser diferentes a lo que pensamos que deberían ser, pueden ser más amables.

Mi vida laboral inicial está llena de anécdotas que vistas a la luz del tiempo (y de unos lentes púrpuras) tuvieron un número importante de agresiones de género. Hoy trabajo en una organización que es mayoritariamente femenina. Y lidero desde mi realidad, en la que desde hace seis años soy madre. Reorganizando así de manera radical una vida que antes se me antojaba retadora pero estable, en una que transformó mi forma de ver el mundo. La maternidad reconfiguró el ahora y el después. Cambió el sentido del control y del espacio. La maternidad alteró mi tolerancia a la frustración y sobre todo, mis prioridades. Esas que aún hoy tienen días en que me dejo muy atrás.

 

Este andar que sigue siendo mi vida, bajo los lentes del feminismo- que no llegó sino hasta después de mi divorcio- me ha permitido descubrir patrones de agresión que no me resultaban tan evidentes. La violencia de género que he vivido en mi vida, de lejos y de cerca, ha sido activa en momentos muy claros de acoso (como sucede a 9 de cada 10 mujeres en este país) pero también pasiva, discreta y constante. Va desde la ausencia de botes de basura en los baños para las mujeres que deben deshacerse de toallas sanitarias, de espacios para la lactancia que te obligan a buscar rincones insospechados para poder sacarte leche en un viaje, hasta la arquitectura con pensamiento masculino que inhibe el uso de zapatos altos o de faldas. Los espacios físicos no fueron pensados para nosotras, en femenino.

 

También resultan agresivos los horarios laborales que inhiben la presencia de las mujeres que son madres en la vida escolar de sus hijos, pero al mismo tiempo se los exige. Lo es también que para cada reunión laboral deba una pensar qué vestir (que sea formal, pero no provocativo, ¿qué mensaje queremos enviar?). O que en medio de una reunión, tu contraparte se dirija únicamente a los hombres en la sala aunque tú lideres el proyecto que se presenta.  Y está la eterna carga mental que hemos aprendido y que de alguna forma está siempre presente: el síndrome de impostora, vinculado sin duda a los roles de género que consciente e inconscientemente aprendimos y que resultan tan difíciles de desaprender. Resulta una afrenta esta duda constante sobre nuestra propia capacidad de decidir, incluso sobre nuestro propio cuerpo.

 

Hoy tengo pocas certezas, mi camino se construye preguntándome cada día cómo sí, por dónde lograr lo que busco. ¿Y si es eso lo que realmente busco? Pero entre las pocas certezas que tengo, es que los demonios que nos acosan a las mujeres tienen caras desgarradoramente similares. Basta con caminar en medio de una marcha del 8M para vibrar con historias ajenas que podrían ser propias. Los demonios tienen cara de acoso o abuso, de violencia, pero también tienen cara de la enorme carga mental que implica una familia, los roles que se esperan de nosotras, la decisión de ser madre o no, la elección de una pareja o no, las tareas que inconscientemente asumimos como propias dentro del hogar, de la oficina, con nuestras parejas, el cuestionamiento latente sobre la propia capacidad y alcances, el manejo del tiempo y el balance de la vida personal con la laboral. Todos tienen cuernos similares y aunque con sus matices, los demonios aún no dejan de acechar.

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