Desde que nací tuve un nombre poco común. Por ello me sentí diferente. Me sentía diferente también por la familia en la que crecí. Una madre demasiado joven y metida en política. Siempre tuve una familia diferente. Mi color de piel era diferente al de mis compañeras del colegio católico donde curse mi primaria. Me toco ser extranjera durante mi primer exilio cuando yo tenia 10 años. Finalmente, la historia de violencia que Viví me hizo pensar que había dos mundos diferentes: el de las personas con heridas secretas y profundas y el de las personas llamadas “normales” y que no tenían huellas. El “ser diferente” creció conmigo.
Pero definitivamente que las diferencias pueden ser tan sencillas como ser más alta que el promedio de mujeres nicaragüenses, o pueden ser tan complejas como las diferencias religiosas. Pero cuando el que juzga lo diferente, tiene poder, entonces puede tener la tentación de convertir las diferencias en “cosas de minorías”, siendo capaz de invisibilizarlo, y hasta de eliminarlo de formas que parecen legítimas. El ser humano integra en su filosofía de vida sus valores, su actitud y hasta su reacción ante todo lo que es diferente a si mismo y a lo que ha pensado.
Yo fui formada en doctrinas ideológicas. Crecí desde una doctrina impuesta desde tantas formas de ejercicio de poder y autoridad. Desde los 12 años creí que todo era “blanco o negro”. Creí que yo pertenecía al grupo de “los buenos” y los demás eran “los malos”. Creía que ser un poco extremista o radical era ser valiente. Juzgaba a los demás a partir de mi propia burbuja de poder y mis propios dogmas. Puedo pensar que iba camino a ser una persona con algún tipo de fundamentalismo.
También hay que reconocer que desde la comodidad de mi status de profesional podía decidir con quienes relacionarme y por mucho tiempo, siempre fue con personas parecidas a mi o que tuviesen comunión con mis propias ideas. Parte de los privilegios de algunos de nosotros, es poder elegir trabajar solo con quien simpatizamos.
Sin embargo, un día, una circunstancia me llevo a conocer a quienes yo había considerado lo opuesto, lo diferente, lo antagónico: A quienes había considerado “el enemigo”. Conocí a los guerrilleros de la Resistencia Nicaragüense, quienes tomaron las armas para derrocar al Gobierno Sandinista. Ese gobierno encabezado por mi familia. Y ese día marco mi vida. Se me cayeron todos los barrotes de la ideología, al reconocer que el lado del conflicto del que yo venía, tenía responsabilidades sobre las causas de la guerra que dividió mi país.
Pero luego vino la lección más difícil. Me vi en la necesidad de hacer algo que en aquel tiempo nadie hacia: Denunciar a mi padrastro por haberme abusado sexualmente. Eso me convirtió a mí misma en una mujer diferente. En aquel momento supe lo que era ser estigmatizada, discriminada y excluida por mi decisión de buscar justicia. Las lluvias de calificativos me llenaron de etiquetas por las que fui por mucho tiempo observada. Hoy no me detengo ante quienes me miran como lo que no soy, pero quizás de esa experiencia aprendí a entender a todos aquellos que se han perdido la oportunidad de aprender de personas diferentes a sí mismos.
Recuerdo cuando yo Viví días de desierto, de soledad, de aislamiento por la exclusión, y entonces desde mi propia esquina empecé a ver a los demás de otra manera. Empecé a desvestir a los demás de etiquetas y como quien quiere aferrarse a los restos de humanidad, y quizás un tanto forzada por las circunstancias, aprendí a reconocer a cada persona por sus propios valores e identidad. Dejé de juzgar y empecé a aceptar. Hoy ha pasado mucho tiempo y he visto crecer los discursos de inclusividad, de unidad en la diversidad, pero me duelen los disfraces de inclusividad cuando en verdad no existe tal práctica. Hoy prefiero tener frente a mí a alguien que se asume intolerante a las diferencias, que a quienes disfraza sus razones para discriminar o excluir.
La única manera de hacer la diferencia es ver primero a los ojos de alguien, descubrir la conexión humana que empieza por tener afinidad y que se abre a la posibilidad de hacer nacer el amor. Desde el amor, es más fácil entenderse y no perderse en ideología o religión. Recientemente he tenido una escuela de comunión con la diferencia. No necesité preguntarle a alguien ni su ideología, ni su manera de pensar. Fue suficiente conversar para saber de su corazón, de su nobleza, y de su virtud de acercarse a mi despacio y con respeto. No me interesó su historia, sino su forma de abrazar y de reír con todos sin hacer diferencias. El día que yo también alcance en su corazón, me puse a pensar que el único camino para aceptar lo diferente, es haber aprendido a conectar siempre la humanidad. Porque es en esa humanidad donde se encuentran las más poderosas razones para empezar a ser amigos, compañeros, aliados del alma, y al final de cuentas, compañeros felices de este viaje por la vida.