Por Gudelia Delgado
Así quedó demostrado con el caso de dos reclusas que fueron violentadas sexualmente por un hombre que se «autopercibe como mujer» a quien recluyeron en la sección de mujeres del Centro Penitenciario y de Reinserción Social de Chalco, Estado de México.
A pesar de que las autoridades del centro penitenciario tuvieron conocimiento de la primera agresión sexual que perpetró este sujeto en contra de una reclusa, no tuvieron empacho en colocarlo en otra celda donde, como era previsible, violó a la mujer con la que la compartía.
Como si la omisión, ineptitud, e incumplimiento de las normas jurídicas y éticas en las que incurrieron las personas encargadas de la administración de la cárcel de Chalco no fueran suficientes para mostrar el desprecio que las instituciones manifiestan por la vida y seguridad de las mujeres, la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México (CODHEM), al tener conocimiento de los casos, sólo recomendó la impartición de un curso con «perspectiva de género» para el personal de las prisiones de la entidad.
Para empezar, ningún hombre, independientemente de su «identidad de género» debería estar en una cárcel de mujeres; así lo establece el artículo 18 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos: «Las mujeres compurgarán sus penas en lugares separados de los destinados a los hombres para tal efecto»
La Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia apunta esa misma restricción: los espacios de las mujeres deben ser exclusivos para las mujeres. Luego entonces, ¿Por qué se violan las leyes? pues para darle contentillo a hombres que no se perciben como tales y, bajo la bandera ideológica de la «identidad de género» gocen de trato preferencial y total impunidad en detrimento de los derechos de las mujeres.
En la cárcel de Chalco, ocurrió lo que ha sucedido en tantos otros espacios deportivos, políticos, culturales, o de cualquier otra índole en donde, en aras de una supuesta inclusión y no discriminación, se priorizan los sentimientos de los hombres, mientras se vulneran y violan los derechos de las mujeres. Así, el transgenerismo ha venido a golpearnos en la cara con una certeza revelada desde que el feminismo nació: que somos pseudociudadanas y que nuestra seguridad, como nuestra existencia misma, carece de importancia.
¿Cuántos casos de violencia contra mujeres ejercida por hombres «identificados como trans» se necesitan para reconocer que el transgenerismo es absolutamente violatorio de los derechos humanos de nosotras, que somos más de la mitad de la población»?
Mientras las autoridades voltean hacia otro lado, criminalizan a las víctimas y victimizan a los violadores, percíbanse como se perciban, a nosotras sólo nos queda alzar la voz para exigir que pongan freno a este delirio colectivo.
Por increíble que parezca, debemos repetir en todo tiempo y lugar una verdad que a los transgeneristas les desnuda y enfurece: los hombres nunca serán mujeres.