Por Mar Grecia Oliva Guerrero
Este fin de semana se llevó a cabo la edición 71º de Miss Universo, concurso de Belleza que convoca a mujeres de todo el mundo a llevar un estilo de vida extremo y a reproducir para sí mismas estereotipos de feminidad dictados por el sistema patriarcal, en aras de obtener durante un año el título de la «mujer más hermosa del universo». Este concurso, cuya dirección estuvo durante años en manos del misógino Donald Trump, este 2023 estuvo a cargo de una nueva organización que hizo énfasis publicitario en el empoderamiento de la mujer, afirmando que el premio habría de otorgarse calificando la belleza integral, el liderazgo, la elegancia, la personalidad, el porte, la pose, la comunicación, la seguridad, y el activismo social de sus participantes. Es claro el engaño detrás de esos eufemismos si vemos que todas las concursantes de dicho certamen tuvieron que cumplir con estrictos requisitos de talla, peso, tipo de piel y edad, además de exigírseles acreditar su “empoderamiento, liderazgo y seguridad” a través de la denigrante pasarela en traje de baño. Con esos parámetros, más un par de entrevistas mínimas hechas por un jurado irrelevante que les hacía preguntas generales que se podían responder en apenas unas cuantas frases ensayadas para que las concursantes justificaran cierta capacidad intelectual, a ojos de la organización, basta y sobra para calificar lo que da mayor o menor belleza a una mujer.
Este tipo de concursos, normalizados en los países que año con año envían a su representante, como México para nuestra vergüenza, también se celebran con júbilo en las universidades, los estados, las ciudades, los ejidos y hasta en los jardines de infancias, haciendo un daño irreparable en la concepción que se tiene de las mujeres y las niñas en la sociedad, el cual, es validado por autoridades de todos los niveles.
El anhelo de cumplir con los tortuosos dictados que implican los irreales estándares de belleza, ha propiciado junto con otros factores, la frustración, la baja autoestima y el dolor de millones de mujeres en incontables generaciones, quienes han padecido de transtornos alimenticios, cirugías que ponen en riesgo su vida y desfiguraciones de la propia identidad por no corresponder sus características físicas raciales, de edad, de peso o de cualquier otra índole, con las de las llamadas «reinas de belleza». Además han detonado una cultura de la hipersexualización de las mujeres desde la niñez que luego se convierte en la justificación de la pedofilia o de las redes de explotación sexual en que las mujeres son usadas como objetos de consumo. En provincia, todavía se acostumbra de manera ridícula, que en los misóginos protocolos de cualquier tipo, el presídium se conforme por las autoridades frecuentemente recaídas en la figura de un hombre adulto a quién, a manera de tributo machista, le ponen a lado a la reina del colegio, la ciudad o de los festejos que, por supuesto, suele ser mucho menor que el viejo al que la obligan a acompañar, saludar de beso y hasta aguantarle miradas o comentarios cosificantes.
Los concursos de belleza son un mecanismo de tortura para las mujeres, un circo romano ideado desde la misoginia en el que unas competidoras se discuten con otras como rivales a costa incluso de su propia salud con tal de complacer la visión masculina de la belleza, sin advertir que el verdadero enemigo no son las demás concursantes, si no los proxenetas que organizan o fomentan esos eventos para su propio y abusivo deleite que, además, ha sido durante muchas décadas un multimillonario negocio en el que se lucra impunemente con el cuerpo y la vida de participantes.
Hacer creer a las mujeres y a las niñas que su principal valor, o único, es su belleza a los ojos de los hombres, es una forma de violencia a la que nadie debe ya de prestarse, y que las familias, las escuelas, las autoridades y la sociedad toda debemos repudiar y erradicar. No se puede hablar de empoderamiento en función de una falsa conformidad con la explotación sexual o física de nadie, y menos, desde la aceptación de lo que se nos ha dicho que debe ser una mujer; desde una falsa feminidad inventada para oprimirnos.
Es momento de definirnos desde nuestra propia visión, de dejar de jugar el juego patriarcal en el que aunque parezca que ganamos, siempre perderemos, y de romper, a la manera de Virginia Wolf, ese largo cautiverio que nos ha corrompido tanto por dentro como por fuera.
Twitter @mar_grecia
Foto composición con imagen de Jai ThaiCatWalk’s Images