Por Luz Elena Pereyra Rodríguez
Por la mañana, camino a la parada del microbús, tuvo una sensación extraña al pasar por esa calle que, a diferencia de las otras, había sido obstruida intencionadamente para evitar el paso vehicular. No le dio importancia pues esos temores llegan como se van, sin que podamos siquiera permitir que se reflejen en el más pequeño acto de conciencia.
Casi las once de la noche –pensó– y si no fuera porque mis hijos me esperan para cenar llegaría derechito a la cama.
Se levantó del asiento y pidió la parada tocando el timbre que dio paso a un rechinido de llantas y a ese jaloneo habitual que tanto le disgustaba, sobre todo porque la bolsa con las viandas que guardaban los sobrantes de las comidas del día, y que el patrón le permitía llevar a casa, la obligaban a ejercer una fuerza adicional para no estamparse contra el vidrio delantero.
Al bajar del microbús y apenas tocar el suelo sintió que sus pies le punzaban como nunca, pues con tanto trabajo en la cocina no había tenido oportunidad de sentarse por un segundo.
–Diez calles de regreso a casa. Calculó mentalmente los minutos y la imagen de los chiquillos vino a su encuentro motivándole una sonrisa que la acompañó buena parte del camino.
A unos pasos de la calle cerrada la sensación matutina la hizo estremecer y, antes de permitir el paso a la razón, un golpe en la cara la hizo perder el equilibrio al tiempo que sintió como, por detrás y a jalones su suéter le cubría la cabeza dejándola completamente a ciegas y sin darle la menor oportunidad para reaccionar. En ese momento, una voz le anunció lo que serían los siguientes minutos de pesadilla.
Si gritas te mueres hija de tu pinche madre –y sintió la punta fría de una navaja que se regocijaba amenazante entre sus costillas, mientras sus manos eran atadas a su espalda con su propio suéter a la altura de la cabeza antes de ser lanzada al suelo.
Son dos –se dijo–, y sus pensamientos huyeron hasta el lugar donde había quedado la bolsa con la cena para sus hijos.
Sus pies, que minutos antes se dolían por el cansancio, habían perdido los zapatos que los cubrían al ser arrastrados por el pavimento hasta encontrar resistencia en la pared de esa calle que, sin saber por qué, le había estremecido por unas milésimas de segundo ese día por la mañana.
No gritó. No dejó salir ni el aliento durante los minutos eternos que duró el ultraje, porque sabía que, pasara lo que pasara, tenía que llegar a cenar con sus tres chamacos.
Por fin, escuchó el silencio de la noche… Se habían ido.
Como pudo soltó sus brazos y descubrió su cabeza. Se incorporó y permaneció en silencio y sin moverse mientras las lágrimas le abrían paso al dolor y a la vergüenza que ya no la abandonaría nunca.
De nuevo la imagen de sus hijos con el alboroto y las sonrisas como preámbulo a las preguntas de rutina.
Con la mirada apresurada recorrió la calle y sus ojos se posaron en la bolsa con las viandas que –suspiró–, estaba en la banqueta, intacta.
Se incorporó con lentitud acomodándose la ropa y el cabello, mientras una mueca de rabia la obligó a secarse con brusquedad las lágrimas que aún asomaban por sus grandes ojos negros.
–¿Los zapatos?… y caminó enérgicamente buscándolos en la oscuridad de la noche. Se calzó los pies y encamino sus pasos hasta la bolsa con las viandas para, enseguida, emprender su ruta acostumbrada.
Las 11: 25 de la noche y a la puerta de la casa los tres chamacos con la sonrisa de todas las noches, los abrazos, los besos y la pregunta acostumbrada: ¿qué nos traes para cenar?