Por Mar Grecia Oliva
Cuando niñas, a muchas nos contaron la historia de caperucita roja, una niña buena, alegre e inocente que caminaba por el bosque para visitar a su abuela, llevando a cuestas la advertencia de su familia de cuidarse -como si una niña pudiera cuidarse por sí misma- del lobo feroz, una bestia tramposa y agresiva que, de encontrarla sola en el bosque, podría lastimarla y acabar con su vida pues, como animal salvaje estaba en su naturaleza atacar a criaturas indefensas. La historia tiene dos trágicos finales alternativos. El primero: el de la niña que, al estar inerme y apunto de ser devorada por el lobo, es rescatada heroicamente por un valiente cazador que llega en el momento justo para salvarle la vida, asesinando al pobrecito lobo cuyo único pecado era no poder contener sus naturales instintos. El segundo, el de la niña encontrada sin vida por sus padres, hecha jirones por el lobo hambriento, culpando el pueblo a la abuelita de la niña por no defenderla, a los padres por haberla enviado al bosque indefensa y a la niña, por haber ´elegido’ irse sola y caer en el engaño con que el lobo la condujo hasta su muerte. En este cruel cuento con el que crecimos millones de mujeres, hay muchas cosas que están mal. La primera, es hacerle creer a las niñas que son las únicas responsables por ponerse en peligro y tontas por dejarse engañar por el viejo lobo. La segunda, culpar a los padres por no tener encerradas bajo llave a sus vulnerables hijas y, la tercera, que nadie nunca culpa al lobo por sus actos atroces, pues lo disculpan por ser una bestia incapaz de razonar ante su instinto irresistible de atacar a su presa, siendo lo más grave que todos entendemos que el lobo es la analogía de un hombre de esos que abusan de las niñas o que las matan. Sin darnos cuenta, normalizamos eso en el ánimo de brindar a nuestras hijas e hijos una valiosa lección, les hacemos sentir culpables anticipadamente de una potencial agresión y perpetuamos sin darnos cuenta una de las ideas erróneas que han mantenido a las infancias y a las mujeres oprimidas por siglos: que ellas provocan las agresiones de que son víctimas.
Ante el cobarde feminicidio de la joven Mahsa Amini, los ojos del mundo están puestos en Irán, por lo escandaloso que resulta que en aquel país exista una policía moral enfocada casi por completo a vigilar que las mujeres porten con rigor el hiyab, la burka, el chador o el velo que se les impone para evitar que provoquen a los hombres de agredirlas sexualmente. Es decir, no existe la policía para detener a los violadores, porque como con el lobo, parece socialmente aceptable la idea de que los hombres, por naturaleza, no pueden controlar sus instintos al ver una mujer sin velo; en su lógica, son las mujeres quienes merecen ser reprimidas y castigadas hasta la muerte, por provocar. Así, Mahsa Amini, fue asesinada por no portar adecuadamente su velo, con lo que dejó asomar un poco de su cabello, mereciendo la detención con violencia que le propinó la policía que existe, según el régimen Iraní, para proteger a las mujeres de las provocaciones que puedan desatar. El absurdo de castigar a las mujeres por no seguir hasta el extremo un código moral confesional y el feminicidio de Mahsa, hizo evidente el reiterado abuso policial en Irán y fue la gota que derramó el vaso, desatando una revolución a la que se han sumado mujeres de todas las edades que han salido a quemar sus velos en protesta al régimen, contando con la admiración y el apoyo de miles en todo el mundo.
Desde lejos, es muy fácil condenar los actos, criticar los hechos y hasta tildar de extremistas los códigos que en algunos países islámicos prohíben a las mujeres salir a la calle sin acompañarse de un hombre, obligándolas a usar a perpetuidad un velo, y en algunos casos, negándoles derechos que sí tienen los hombres como el recibir educación, acudir al médico, participar en las decisiones públicas o elegir con quién casarse, castigando la homosexualidad o el adulterio de las mujeres con la muerte. Sin embargo aquí, en nuestra patria de libertades, a nuestros gobiernos parece no preocuparles que en este mismo momento haya niñas que siguen siendo vendidas o intercambiadas para casarse con hombres mucho mayores que las violan ‘legalmente’ a razón de pactos de impunidad escudados en usos y costumbres. Con todo y el supuesto estado laico en el que vivimos, aquí se nos sigue satanizando a las mujeres por reclamar nuestro derecho a ejercer la autonomía de nuestros cuerpos y se nos sigue responsabilizando de las consecuencias de una sexualidad heteronormada, pensada para el placer de ellos, quienes no conciben el sexo sin el coito y quienes, frecuentemente, son los que abortan las responsabilidades derivadas de practicar una sexualidad sin protección, sin castigo o penalidad alguna. Aún en México, prolifera la inconsciencia de las personas y especialmente de las autoridades que, ante un ataque, optan por culpar a los padres o a las caperucitas por como iban vestidas, por el oscuro bosque donde caminaban o por la hora en que lo hacían, sin antes cuestionarnos cómo permitimos que hubiera tantos lobos sueltos y por qué no nos indigna que a ellos casi nunca se les castigue. En occidente, también es momento de hacernos cargo de nuestros propios velos que, al igual que los de oriente, no pueden seguir siendo obligatorios. Nos vemos el 28S.
Twitter: @mar_grecia
Imagen de Kevin Phillips en Pixabay