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Por Angélica Ospina-Escobar
El pasado mes de abril se celebró en Bogotá la conferencia internacional de reducción de daños (HR25). Esta conferencia, creada y promovida por personas usuarias de sustancias, busca generar un espacio de intercambio entre personas que usan drogas, activistas y académicas en torno a experiencias de investigación y de intervención sobre uso de sustancias desde una perspectiva distinta a la abstinencia y el prohibicionismo, así como discutir los efectos de las políticas de drogas en las vidas de las personas usuarias, sus familias y comunidades. Es una conferencia única en su género en tanto promueve narrativas alternativas frente a las drogas desde la cual se dignifica a la persona usuaria de sustancias ilegalizadas y se promueven intervenciones para garantizar el acceso a sus derechos fundamentales.
Esta conferencia hace parte de un momentum histórico en el que se debate a nivel global los costos del régimen global de prohibición y la necesidad de diseñar políticas de drogas que atiendan las especificidades y necesidades de las poblaciones más vulnerabilizadas. En particular dos eventos potenciaron la HR25. En primer lugar, la conferencia tuvo lugar a pocas semanas de haber sesionado la Comisión sobre Drogas Narcóticas de Naciones Unidas (CND por sus siglas en inglés), donde por primera vez en casi ocho décadas se logró romper el consenso en torno a la prohibición, consiguiendo la creación de un grupo de expertos para alinear la política de drogas de Naciones Unidas con el respeto y la promoción de los derechos humanos. En segundo lugar, por primera vez en 35 años de historia, la conferencia se realizó en América Latina, específicamente en Colombia, país que junto a México ha sido uno de los territorios que de manera más vehemente ha implementado la política de prohibición hacia las drogas promovida por Estados Unidos, con sus altísimos costos en vidas humanas, legitimidad institucional y daño al ambiente, pero que en la última década ha liderado en la región el debate en torno a la implementación de políticas de reducción de riesgos y daños, que, como su nombre lo dice, buscan reducir los riesgos y daños asociados a los consumos de sustancias, brindando alternativas diversas de atención al uso problemático y no problemático.
En este marco, la crítica decolonial y de género colorearon los discursos imperantes en la HR25. En términos decoloniales se hizo un llamado reiterado a reconocer como la política de prohibición debe ser entendida como un componente de un proyecto colonial, racista y depredador que despoja a las poblaciones originarias de sus territorios, sus saberes y sus plantas, que estigmatiza y criminaliza a poblaciones racializadas, deificando un estilo de vida que niega el derecho al placer y al cuidado colectivo. Desde este lugar, se insistió en la necesidad de que el movimiento global de reducción de daños reconozca las experiencias y los debates conceptuales y metodológicos que se han desarrollado desde América Latina en torno a la prevención y la atención al uso de sustancias y se visibilicen los efectos diferenciados que tiene el consumo en poblaciones que cargan con la acumulación histórica de desventajas estructurales devenidas del racismo, la esclavitud y el colonialismo. Es decir, no es lo mismo consumir sustancias en la periferia del norte global que las periferias de nuestros países y, en ese sentido, nuestros discursos en torno a la reducción de daños también deberían ser diferenciados. Por ejemplo, en nuestra región hablar de reducción de daños supone hablar de cómo la violencia criminal ligada a los mercados ilegales de sustancias impacta la vida de las personas usuarias y cómo esos impactos son diferenciados en función del género, la clase y la etnicidad.
En términos de género, como nunca antes hubo espacios en la HR25 en donde las mujeres usuarias de sustancias alzamos la voz y compartimos espacios para plantear cómo la política de prohibición afecta de manera particular a las mujeres racializadas y empobrecidas de la región y, frente a ello nuestra única alternativa es organizarnos para reivindicar nuestros derechos fundamentales. Desde este lugar, nos proponemos fortalecer un feminismo antiprohibicionista desde el cual se reconozca cómo el uso de sustancias ilegalizadas es una condición que multiplica las violencias que vivimos las mujeres en América Latina y de manera exponencial aquellas que viven en situación de pobreza, las racializadas, las trans, las que viven con discapacidad.
A pesar de la fuerza del movimiento feminista en América Latina, el uso de sustancias sigue siendo una condición invisibilizada dentro de las luchas feministas y adentro del movimiento se siguen reproduciendo los estigmas frente al uso de sustancias que nos vulneran de manera profunda en nuestra cotidianidad. La HR25 fue un espacio rico en el que multiplicidad de mujeres pudimos debatir cómo la política global de prohibición se ensaña en nuestros cuerpos a través de la violencia sexual, la trata con fines de explotación sexual, los internamientos forzados, la negación de los servicios de salud, la separación de nuestros hijas e hijos y el encarcelamiento masivo. En estos términos es necesario que el movimiento feminista reconozca que el régimen global de prohibición de las drogas es una política de control moral de nuestros cuerpos, y que si bien, existen consumos problemáticos, también existen consumos que nos acercan a la libertad, al placer, a la experimentación con nuestros cuerpos y que desde estos espacios nos planteamos formas particulares de ser mujeres, madres, hijas, parejas, trabajadoras, etc.
Desde el movimiento feminista es necesario reconocer que la narrativa hegemónica sobre la “adicción” y la construcción demonizada frente a las drogas fortalece el control sobre nuestros cuerpos, concebidos con el fin último de la reproducción. Nuestros consumos resultan amenazantes porque trastocan los ideales de la reproducción física y social del sistema social, para lo que es esencial que las mujeres renunciemos a nuestros espacios propios, a nuestros placeres, al reconocimiento de nuestros cuerpos en función de otros. La narrativa hegemónica frente a las drogas perpetua nuestra infantilización y nos resta capacidad de agencia. Es por ello que, de manera desproporcionada las mujeres empobrecidas y racializadas que usan sustancias ilegalizadas son violentadas, asesinadas, desaparecidas diariamente y forzadas – ellas y sus familias – a vivir estas experiencias desde el silenciamiento en soledad y vergüenza. Desde un feminismo antiprohibicionista exigimos nuestro derecho a la vida, a la salud, a la maternidad, a la justicia, a la solidaridad, la empatía y los cuidados colectivos.
Nuestra lucha como mujeres usuarias es por un feminismo antiprohibicionista que abraza nuestro derecho por la autonomía sobre nuestros cuerpos como un enfrentamiento al sistema que norma los modos “correctos” de experimentar con nuestros cuerpos y buscar placer y castigar nuestras disidencias a través del estigma, la discriminación, la violencia, la desaparición y la muerte. Nuestra lucha es por nuestro derecho a organizarnos, a politizar nuestros consumos y a construir formas únicas de acompañarnos y cuidarnos de manera colectiva en el ejercicio de estos.
Nuestros consumos no nos convierten en ciudadanas de tercera, nuestros consumos no deben ser concebidos solo como formas de alienación. No sólo nos drogamos para anestesiarnos o para lidiar con los traumas vividos, también nos drogamos para sentirnos, para conocernos, para experimentar con el placer, para ejercer nuestro derecho a la fuga. El derecho a la fuga no nos impide responsabilizarnos de nuestros consumos, al contrario, es posible desde la fuga construir comunidades de cuidado de nosotras mismas y de nuestros hijos e hijas, ejerciendo la ternura radical y tejiendo redes de solidaridad desde los lugares de subalternidad en los que nos encontramos a partir de las formas únicas en que se intersectan nuestros consumos con nuestras condiciones estructurales de vida.
En México, como en América Latina, el debate por la reforma a la política de drogas es un debate liderado por mujeres: Maria Elena Ramos, Lourdes Angulo, Lilia Pacheco, Zara Snapp, Lisa Sánchez, Amaya Ordorica, Fany Pineda, Mariana Sevilla, Monserrat Angulo, Emma Rodriguez, Lorena Paredes, Verónnika Grayson, Rebeca Calzada, son algunas de las mujeres que han abonado al camino en México hacia una política de drogas centrada en las personas y no en las sustancias, sin embargo, nuestras necesidades, reivindicaciones y experiencias en tanto mujeres han quedado subsumidas en la lucha más general por la lucha contra la prohibición.
Mi experiencia en la HR25 me dejó la convicción profunda de que es el momento de que las mujeres usuarias de sustancias pongamos al centro nuestras reinvidicaciones, necesidades y experiencias porque somos nosotras quienes enfrentamos las peores consecuencias de la prohibición. Es pues, tiempo de hablar de mujeres y drogas a nivel local y regional y desde ese lugar imaginar una política de drogas feminista y, al mismo tiempo, imaginar cómo sería feminismo antiprohibicionista desde México y la región.
La opinión de las autoras no compromete la posición institucional de Amassuru
Foto Imagen Generada con IA por LCR
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