Por Paloma Barraza
En la mitología griega, el Monte Olimpo es la cumbre del poder absoluto, un reino donde dioses y héroes dictan las normas del mundo desde lo alto. Pero hoy, desde otro Olimpo, no de mármol ni de nubes doradas, sino de código, territorio y resistencia, las defensoras digitales irrumpen en el dominio de los titanes tecnológicos para reescribir las reglas del juego con otra visión: la nuestra.
Esta leyenda se narra en femenino. No desde las leyes del Olimpo, sino desde la Ley Olimpia. Si tecleamos «Olimpia» en un famoso buscador, la inteligencia artificial nos devuelve tres respuestas: una reina griega, un santuario sagrado y una activista mexicana. Me encanta. Así de lejos llega una lucha cuando se escribe con la tinta de la justicia. Porque Olimpia no es mito ni pasado, es realidad, presente y futuro.
Olimpia Coral Melo no nació en la cima del Olimpo, pero aprendió a desafiarlo. Su historia es la de una mujer de carne y hueso, quien fue capaz de convertir su dolor en revolución. De su batalla personal contra una gran injusticia emergió la Ley Olimpia. Una norma apartada de los escritorios burocráticos. Un movimiento nacido en las calles, en las denuncias colectivas, en la fuerza de quienes se atrevieron a decir “ni porno, ni venganza: violencia digital.” No descendió de las alturas cual decreto divino; fue forjado en la lucha territorial y avivado por la digna rabia de miles de mujeres.
Esa lucha, gestada en las entrañas de México, se expandió como relámpago por toda Latinoamérica y detonó un debate inaplazable sobre los derechos digitales y el derecho de las mujeres, adolescentes y niñas a existir sin miedo también en el ciberespacio. Porque el patriarcado no se conformó con edificar templos de piedra; también construyó estructuras virtuales para inmortalizar su tiranía. Ante ello, las defensoras digitales no esperaron el mítico favor de los dioses, tomaron sus propias herramientas y cincelaron otro destino.
La lucha ha alcanzado una magnitud imposible de ignorar. Y es en este clamor colectivo donde germina un evento histórico: por primera vez, las defensoras digitales de América Latina se reunieron para celebrar su resistencia, compartir saberes y trazar nuevas rutas de combate. México, Argentina, Colombia, Ecuador, Guatemala, Bolivia, Honduras y muchos otros países estuvieron presentes en esta gesta. Así nació, en el centro de México, la Primera Cumbre Latinoamericana de Defensoras Digitales; esa toma simbólica del Olimpo virtual, donde morras de toda la región se reunieron para recordar, visibilizar y reflexionar. Para trazar memoria y horizonte. Memoria de un movimiento nacido del dolor, de la resiliencia y de la sororidad; horizonte de un futuro donde la violencia digital no sea una condena para las mujeres.
El miedo a la viralización de contenido, la manipulación de imágenes, la extorsión virtual, el acoso en línea y las múltiples formas de violencia digital no son meros accidentes de la ciencia aplicada; son estructuras de poder diseñadas para perpetuar desigualdades. El patriarcado ha sabido infiltrar sus códigos en el lenguaje de los algoritmos, al reproducir y amplificar sesgos de género, discriminación y desigualdad. Frente a ese entramado de violencias, la resistencia no podía quedarse en la denuncia aislada ni en el activismo fragmentado. Era necesario articular conocimientos, fortalecer estrategias y, sobre todo, reconocerse en las otras.
La Cumbre fue mucho más que un espacio de análisis y posicionamiento político. Se discutieron estrategias y se redactaron manifiestos, por supuesto, pero también fue ese punto de encuentro donde la virtualidad se volvió abrazo, y quienes se habían acompañado durante años a la distancia pudieron, al fin, mirarse a los ojos, reír, llorar y accionar juntas. Desde el primer día, las defensoras digitales llegaron poco a poco, una a una, desde distintos rincones del continente. Algunas traían consigo un detalle de su tierra: banderas, dulces, libros, imanes y tejidos. Todas cargaban amor, energía y la certeza de que estaban por vivir algo irrepetible. Las siguientes jornadas serían intensas: capacitaciones, paneles, dinámicas, mesas de trabajo y múltiples debates. Pero antes de todo eso, lo primero era el encuentro: la emoción de sabernos y sentirnos juntas.
Cientos de mujeres, una sola causa. Compartimos habitaciones en el mismo hostal, nos organizamos entre risas y desmañanadas para los turnos de baño y el desayuno en tandas. Compartimos desde el champú hasta las historias más profundas de nuestras vidas. Construimos y reconstruimos discursos, reportes y estrategias, pero también dimos todo en esas noches de Karaoke. En los escenarios, en las mesas de trabajo y en las calles, nuestras voces se escucharon. La entrega fue total: sin jerarquías ni distancias. Todas pusimos manos a la obra, desde la logística hasta la tribuna. Se cargaron arreglos florales, se levantaron estructuras, se colgaron lonas y, cuando llegó el momento, se dejó el alma en cada intervención. Fue un evento fabricado, acuerpado y enriquecido por todas. Tal vez hubo fallas, faltaron protocolos y se desafió la rigidez institucional. Pero justamente eso hizo a la Cumbre legendaria.
Lo construido, no surgió de teoría vacía, ni de miradas externas. Fue producto del conocimiento situado. Aquel originado de nuestras propias experiencias, territorios, lenguajes y entornos. De quienes, con valentía y compromiso, defienden todos los días derechos en los espacios digitales. Es el saber nacido en la resistencia cotidiana, en los acompañamientos, en la lucha por leyes que verdaderamente nos protejan a todas. Es el conocimiento desafiante de lo establecido, porque no se queda en la denuncia, cobra vida propia para transformar el miedo en acción, el aislamiento en comunidad y la censura en nuevas narrativas de poder.
Desde esta nueva Olimpia, las defensoras forjan sus propias armas: política, legislación, acompañamiento, litigio y digitalización con perspectiva feminista. Como el fuego prometéico, la Ley Olimpia trasciende sus fronteras de origen para dar luz en las sombras donde la impunidad antes reinaba. Pero el patriarcado, como la hidra, muta, se regenera y encuentra nuevas formas de agresión. La inteligencia artificial perfecciona nuevas violencias y el sistema sigue con esa programación de códigos de exclusión. Sin embargo, la resistencia también se reinventa.
Si algo nos queda claro después de este evento, es que no basta con defenderse: hay que tomar el control del sistema, reprogramarlo y subvertirlo. Las defensoras digitales no piden un asiento en el Olimpo, desafían frontalmente a la matriz de opresiones que potencia las agresiones. No buscan permiso, toman los espacios. No pretenden negociar con el Imperio Digital, lo están hackeando. Construyen desde el territorio, ese espacio tan virtual como real donde la tecnología se configura como una herramienta feminista de emancipación y justicia. El Olimpo ya no es un dominio exclusivo de los “dioses digitales”. Es un espacio en disputa, y las defensoras digitales están aquí para reclamarlo.