Por Alejandra Millán
Cuando era niña jugaba con los zapatos llenos de lodo y las rodillas raspadas en una calle sin pavimento. Me bañaba en una tina amarilla con el agua calentada bajo el sol y con frecuencia comía sardina que mi mamá compraba cuando podía y que almacenaba para cuando no hubiera para comer. Mi mamá vendía pambazos, tacos, esquites, limpiaba casas y cuidaba a algunos de sus sobrinos para solventar los gastos. Fue en el cuerpo y en la vida de mi madre que aprendí a resistir en la periferia, a sobrevivirle al sistema patriarcal en la pobreza, en las calles en las que ya no se respetaban las vidas, en las que había cada vez más asesinatos, adicciones y, en general, muerte.
Resistir en la periferia significa sobrevivir al señor que te acosaba cuando ibas a las tortillas, al amigo de tu hermano que te acosó cuando empezaste a crecer, al vato que te seguía cuando regresabas de la secundaria y a los que siempre estaban tomando o drogándose en la esquina por la que tenías que pasar para ir a la tienda.
La periferia es bastante más dura en unos y otros lugares. La periferia es la venta de niñas en Guerrero, la explotación sexual de mujeres en Tlaxcala, las miles de mujeres asesinadas en Ciudad Juarez, los feminicidios en el Estado de México, el abuso sexual de niñas que se esconde en los “secretos de familia” y la prostitución como única “opción” para comer o alimentar a tus crías en la precariedad.
A veces, sobre las que no padecen la periferia, me pregunto, ¿cuántas veces voltean hacia la periferia?, ¿cuántas veces se preguntan cómo vivimos, cómo discurrimos, cómo resistimos, cómo reímos, cómo anhelamos y porqué anhelamos lo que anhelamos las mujeres que habitamos la periferia?; ¿cuántas veces se preguntan quiénes somos o cómo le sobrevivimos a la violencia encarnizada y cruel que nos rompe por haber nacido en nuestros cuerpos y en los lugares donde la pobreza es constante y la precariedad latente?
Seguro alguna vez hemos leído o escuchado la frase “la periferia existe porque resiste”, pero, ¿nos hemos preguntado cómo?, ¿cuáles son los ejercicios de organización colectiva a los que le entramos las morras que vivimos en los espacios más peligrosos de todo el país para ser mujeres?, ¿nos hemos preguntado cómo aportamos a esa lucha que de pronto nos puede parecer tan distante?
Las mujeres que habitamos y le sobrevivimos al sistema patriarcal en la periferia le apostamos a descentralizar la lucha, y lo hacemos de a poco y con los recursos que tenemos al alcance, que no son muchos. Aquí los ejercicios de organización colectiva nos cuestan mucho, nos ponen en riesgo y nos demandan tiempo, esfuerzo y energía que si no le ponemos las que acá habitamos, no le pone nadie. Nosotras tenemos que arrancar la justicia para las mujeres cuyos cuerpos encontramos en los canales, que fueron violadas, torturadas, asesinadas y desechadas por quienes decían amarlas o por algún hombre que se creyó dueño de su cuerpo y de su vida; tenemos que arrebatar los espacios, plantarle cara a la indiferencia, agotar todos los recursos que tenemos y terminar agotadas también nosotras porque no somos suficientes.
En la periferia no se dan las grandes marchas, no hay ONGs, fundaciones o instituciones defensoras de DDHH que alcancen, o que realmente trabajen por y para nosotras, para mantenernos a salvo.
En la periferia nuestra red son las otras, nuestras vidas las cuidan las otras; las que nos acompañan, acuerpan, arropan y sostienen son las otras, y a veces cansa.
En la periferia no podemos replicar las formas de organización colectiva que se gestan en la ciudad, por ejemplo, porque tenemos realidades tan distintas y a la vez tan iguales en cada espacio geográfico, que todas hacemos lo poquito que podemos y como podemos al lado de las que también quieren sobrevivir a este sistema en el lugar que compartimos.
En la periferia, nacer en nuestros cuerpos de mujeres nos condena a la mirada lasciva del tío, a los tocamientos del primo, a la violación de abuelo, al acoso del maestro, a la violencia sexual en todas sus formas, sobre todo si, además, no se cuenta con alguna mínima ventaja, si la venta de nuestros cuerpos sigue siendo parte de los “usos y costumbres” del lugar en que habitamos, si las autoridades ni siquiera se acercan a nuestras comunidades, si los derechos humanos no nos alcanzan porque nacimos mujeres y aún no nos conciben como seres humanas, como personas; la vulnerabilidad y el riesgo combinados nos condenan también si vivimos en hacinamiento, si nos toca la precariedad o la pobreza.
En la periferia las mujeres somos triplemente vulnerables, y encontrar las formas de resistir, de luchar y de sobrevivir, muchas veces nos cuesta la tranquilidad, la calma… la vida.
En la periferia aprendimos a resistir en los cuerpos y las vidas de nuestras madres, de nuestras abuelas y de todas las mujeres que, tal vez sin saber, nos han mostrado el camino y nos han enseñado a sobrevivir y a vivir en un sistema que nos quiere tristes, apagadas, mutiladas, rotas, calladas o muertas. En la periferia nos salvan las otras. En la periferia existimos porque resistimos.