Por Patricia Butrón
El agua golpea afuera y la luz se estrella en el cristal. Sirvo una taza de café y pienso que se acerca la fecha de entrega. La lluvia se rompe esparciendo sus destellos. Me gustaría respirarlos –algo huele extraño aquí dentro– Que esas partículas de agua encendida fueran palabras. Empiezo por ordenar la cocina, saco del refrigerador lo que será la comida de hoy, las sobras de la semana. Encontré lo que huele mal, –¿quién dejó abierta la comida del gato?– disuelvo mis primeras ideas en la espuma de los trastes. Juego al equilibrista con las ollas y sartenes y me pregunto ¿Cómo sería salir y empaparme ahora que todos se han ido? si el agua pudiera llenar mis poros de alguna forma de lenguaje y volver al salón con el cuerpo lleno de las piezas de un rompecabezas. Sentarme a armarlo. Veo mi reflejo en la ventana, la silueta de mi cuerpo. Podría ser una escena romántica pero con el mandil y la escoba parezco más una mujer alcohólica y confundida. Debo apurarme. Cae la lluvia como punto de partida. Hablar del clima como pretexto pero la ropa sale del canasto y la separo. Escurren las gotas en la ventana de la lavandería; clara, oscura, clara, oscura. Claroscura la tarde, puede servir de inicio; calcetines, calzones.
Parece que la mañana se ha vaciado para darle paso a la llovizna y no hay nadie; pero eso no es ningún argumento. Que no deje de llover, así llegarán más tarde y quizá tendría tiempo. Quisiera decir: una mujer se dedica a cuidar el río que se forma en el pasillo del jardín, le abre paso moviendo las macetas y pasa la mañana viendo los charcos acunar la tierra. Escribir de esas cosas sencillas de una casa. Los niños que brincan en el barro, las pelotas que golpean las paredes. Termino de secar el piso y vacío la cubeta, exprimo el trapeador hasta hacerlo tan estrecho como una garganta. Nunca he pensado en un asesinato, pero esta es una mañana muy tranquila para pensar en la muerte. El gato se frota contra mis piernas, sabe que estamos robándole tiempo al mundo afuera; le digo —mucha agua Felipe y lo acaricio. He dicho agua y pienso en la humedad que se pega en el espejo del baño mientras sigo ordenando lo que quedó sobre la mesa. Pienso en un él debajo de un chorro tibio. Desnudo como este día donde todos se han ido. O una mujer desnuda. Podría delinearla bajo una regadera o una tina muy blanca o ponerla bajo la lluvia, triste muy triste. ¿Cuántas formas hay para decir lluvia? ¿en cuántos milímetros cúbicos de lluvia cabe una historia? agua, agua mansa, aguas crecientes, aguas madres; sopa. Sopa y pollo al horno, se antoja algo caliente con el día tan frío y oscuro. Quizá podría hacer una lista de palabras de cosas que me sugieren la lluvia pero la lluvia es sólo un pretexto. Me estoy dejando llevar por el murmullo que hace el mundo afuera. Llueve y la mañana no ha avanzado mucho. Llueve y los objetos ya están en su lugar, todo luce en el orden habitual. Llueve y están las camas tendidas, la ropa limpia. La comida lista y las conversaciones no atendidas dentro de la alacena. Que no estorben. Pero hay que pagar las cuentas. Caen los sobres del escritorio como un aguacero, queda tiempo antes de que la casa pierda la calma y vuelvan. El límite del mundo está en mi libreta que espera más mansa que las cosas. Un par de horas podrían ser suficientes, pienso en una historia sencilla, nada de metáforas, me escurro mejor por las ideas simples, una mujer en casa que se queda a hacer nada. A ver la lluvia, acariciar al gato. Nada complicado. Alguna historia a pesar de todo. Una simple historia. Por fin me siento frente al escritorio sin ninguna idea. Ha dejado de llover. Empiezo a sospechar que estuve la mañana rehuyendo del trabajo cuando la puerta de la casa se abre y alguien grita, –¡mamá!, ¿qué hiciste de comer?–