Por Azucena Cháidez
La batalla por la igualdad comienza en lo que entendemos por ella. En un inicio, la igualdad entre hombres y mujeres se entendió como el reconocimiento vinculado a emitir un voto, el acceso al trabajo remunerado, el acceso a la educación. Sin embargo, la realidad que vivimos hoy en día nos deja ver que la igualdad es mucho más que la formalidad que la ley reconoce en papel.
El feminismo como concepto despierta mucha incomodidad en diversos círculos sociales, pareciera una referencia obligada el pensar en radicales pintando paredes o el lugar común: “mujeres que odian a los hombres”. Sin embargo, el feminismo desde su origen apunta hacia la existencia de desigualdades estructurales en la sociedad y que afectan todos los ámbitos de la vida comunitaria.
El feminismo ha tomado tantas vertientes como acentos tiene esta vida comunitaria. Sin embargo, donde comulgan estas vertientes es en señalar diferentes vías para alcanzar una igualdad sustantiva entre hombres y mujeres, enmendando desequilibrios históricos que como mujeres nos colocan muy lejos de una situación de igualdad. Las manifestaciones que se eligen para evidenciar esta demanda a veces ganan titulares, no siempre por los mejores motivos, pero es así: las desigualdades que derivan de los roles asignados a las mujeres y los hombres se han profundizado de tal manera que es necesario repensar la forma en que vivimos en sociedad. El feminismo pone el dedo en la llaga: hay una imperante necesidad de balancear las escalas.
Hace unos años me inicié en la lectura de Bell Hooks por recomendación de una persona a la que valoro. Su argumentación sobre el feminismo es que éste es para todo mundo, no exclusivo coto de mujeres que se sienten violentadas por la sociedad en la que viven. Con la igualdad al centro y con muchas voces que cuestionan esta visión, me parece cierto. Pensemos en un ámbito fundamental y donde la desigualdad es manifiesta: las tareas de cuidados.
Al inicio y al final de nuestra vida requerimos de apoyos para sobrevivir: cuidados básicos de alimentación, salud e higiene. En ocasiones esto sucede además por incapacidades momentáneas o permanentes en otro momento de la vida. Estas tareas se mantienen en su mayoría a cargo de mujeres, a quienes la falsa sensación de empoderamiento que viene únicamente del acceso al trabajo remunerado ha obligado a asumir doble jornada. El acceso a empleos remunerados no se ha visto acompañado ni por el incremento del trabajo de cuidados entre los hombres ni por estructuras estatales que garanticen cuidados mínimos cuando son requeridos.
Lo anterior plantea un dilema social estructural. A diferencia de lo que puede opinar el presidente del país, los abuelos no tienen condiciones para hacerse cargo de los nietos y más bien requieren apoyo y cuidado. Las mujeres que son madres requieren de su ingreso de manera constante y las guarderías son un bien escaso en el ámbito público. El dilema social, tanto para el mundo laboral como para el privado está en cómo atender las necesidades de quienes habitan estos extremos de la vida. El feminismo demanda equilibrar estas desigualdades estructurales que en muchos casos obligan a las madres y mujeres en general a hacer origami con su tiempo – y partirse en mil pedazos a la vez-, no siempre con los mejores resultados.
Una de las premisas básicas del feminismo es que se trata de vernos a todos como seres humanos: ni más ni menos. Con los mismos derechos y las mismas obligaciones (de facto y de iure), no solo en el papel. De afrontar como sociedad este tipo de dificultades, no como problemas exclusivos de las mujeres sino de seres humanos que viven en sociedad. ¿Qué consecuencias tiene esto? ¿Qué esperamos que suceda con generaciones de niños que son educados por terceros en el mejor de los casos, o solos en casa cuando no hay quién se haga cargo? ¿Qué implica el abandono de adultos mayores? Y más grave aún, ¿por qué como sociedad no nos preguntamos esto y se lo cargamos a las mujeres? ¿Bajo qué criterio debe un ser humano renunciar a sus propias necesidades para hacerse cargo de sus padres? Y en ese caso ¿cómo debería solventar sus gastos si esto se entiende como una obligación moral? La desigualdad se evidencia cuando la respuesta inmediata que viene a estas preguntas está vinculada a una mujer: la hija, la madre, la sobrina soltera, la tribu de mujeres cercanas.
El feminismo apela a un concepto de igualdad que nos permita vernos como seres humanos, con las cargas que tienen impacto en la vida diaria. Que nos demos cuenta de que las tareas del hogar y de cuidados son trabajos que permiten la jornada laboral remunerada; y que equilibrarlas es una búsqueda por la igualdad. El feminismo no es cosa de mujeres, es cosa de igualdad y aún más: de justicia social. Por eso es para todos.
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