Por Núria González López
Cinco diputados de los trescientos cincuenta que viven de nuestro Congreso de diputados, tuvieron a bien dedicar un par de sus horas, pagadas por todos, a asistir a la comisión a la que la propia cámara había invitado a los enfermos de ELA, para dar le impulso a una ley que mejore su calidad de vida y que lleva en un cajón más de dos años.
Como casi todos ustedes habrán visto, el cabreo monumental de Juan Carlos Unzué, exjugador de fútbol que encabezaba la delegación de afectados y afectadas, estaba más que justificado al ver la sala vacía, y que ni los que los habían invitado se habían molestado en asistir.
La ELA actualmente es una condena de muerte, lenta y dolorosa, y además muy costosa para quienes quieren vivir a pesar de la enfermedad. Una de las mujeres afectadas e indignadas que había acudido a la cámara explicaba que, una vez que le practicaran la traqueotomía para poder seguir respirando, el coste anual de sus cuidados su enfermedad le supondría más de 60.000 euros al año que no cubren la sanidad pública, y que no le quedaría más remedio que hacer números, a ver si se podía permitir vivir en condiciones medianamente dignas, porque la sanidad pública no cubría las necesidades específicas de este colectivo de enfermas y enfermos. Hacer números para vivir.
Casualidades, justo después de ese hecho, en las noticias del día siguiente se hacían eco de una efeméride nada desdeñable, y es que esta semana pasada se cumplieron 40 años del primer trasplante de hígado en España. Una buena noticia, sin duda, para la que entrevistaron aun parde médicos que explicaron que, por aquel entonces, los principales donantes de órganos eran los motoristas sin casco, pero ahora que todo el mundo usaba casco, también obtenían muchos órganos de pacientes que se habían sometido a, literalmente, una “rehabilitación terapéutica por eutanasia”.
Después de oírlo y de que un escalofrío como una descarga recorriera mi cuerpo y pude reaccionar, pensé que desde cuándo la muerte es una terapia de rehabilitación. Hasta ese punto llega a invadirnos el neolenguaje médico que hasta el hecho de la muerte es enmascarado. Y eso es porque es más fácil decir que tu donante viene de una rehabilitación que de un suicidio.
Pero eso no es lo peor ya que, al fin y al cabo y al menos de momento, el receptor de un órgano no elige a su donante. Sin embargo, un pensamiento siniestro me invade cuando en mi cabeza se mezcla esta nomenclatura tramposa con la señora que sufre ELA y que no sabe si va a poder pagarse el tratamiento para no morir en un grito de dolor.
Qué pasa si a esa señora y a todos los que están en su situación, que no son pocos, se les ofrece desde la sanidad pública, como alternativa médica a los carísimos cuidados paliativos la rehabilitación terapéutica por eutanasia, mucho más eficaz y más barata para la sanidad, por supuesto, que no garantizarlos tratamientos paliativos que al final, ni curan ni nada, mientras que la “rehabilitación por eutanasia” ofrece una solución definitiva.
Y entonces recordé el bombo y platillo y la prisa con el que se aprobó la ley de la eutanasia, sin debate, sin opinión pública y sin información alguna. Decenas de diputados y diputadas se hicieron miles de fotos (todo lo contrario a lo que pasó con los enfermos de ELA) encantados de aprobar el suicidio asistido, hablando de un supuesto derecho a una muerte digna.
La muerte digna es un oxímoron en sí mismo, no puede existir. Lo que sí es un derecho es tener una vida digna y eso incluye garantizar a los enfermos y enfermas una vida sin dolor, incluso en las peores circunstancias, máxime cuando la medicina actual dispone de toda clase de químicos para que nadie sufra ni medio segundo. Porque es el miedo a sufrir y el dolor lo que asusta a la gente y lo que la lleva a optar por la rehabilitación terapéutica por eutanasia.
Por lo que llego a la conclusión de que nos encontramos en un país en el que, si no tienes recursos, corres el riesgo de morir anticipadamente y sufriendo innecesariamente. Claro que, si a nuestros políticos les parece más honorable y rentable políticamente aprobar leyes para ayudar a morir que para ayudar a vivir, tampoco nos extrañaremos tanto de que la muerte sea considerada una terapia.