Santos óleos para papas fritas

La subida desorbitada del precio del aceite es un problema político de primer orden puesto que puede transformarse rápidamente en un problema carísimo de salud pública

por Nuria González López

Por Nuria González López

La subida desorbitada del precio del aceite es un problema político de primer orden puesto que puede transformarse rápidamente en un problema carísimo de salud pública. Si el Estado permite que la mayor parte de su población se quede sin acceso a ese alimento, siendo nuestro país el mayor productor mundial.

El otro día vi por ahí una imagen fantástica. Era la icónica escena de Audrey Hepburn desayunando frente al espejo de Tiffany’s, sólo que en lugar de hacerlo contemplando maravillosas joyas de oro y diamantes, estaba frente a la estantería del aceite de un supermercado.

La metáfora sería perfecta si no fuera porque la realidad supera al meme y poco después corría ya por las redes una imagen real de una estantería de aceite de oliva de un súper en la que a las botellas les habían puesto las mismas alarmas que se les colocan a las botellas de licores para que no las roben.

Y es que así estamos, aunque los medios de comunicación se dediquen a cubrirlo todo pornográficamente con el “caso Rubiales” donde lo que menos importa ya es la jugadora, contra a la que, por cierto, ya se ha levantado la veda para señarla “mala víctima”.

Pero, a lo que vamos.

Una de las razones de la buena salud, al menos hasta no hace mucho, de la población española en particular y de la de los países mediterráneos en general es que la base de toda nuestra alimentación sea precisamente el aceite de oliva. Los innumerables beneficios de ese alimento han sido repetidos hasta la saciedad siempre por médicos y nutricionistas. Un trozo buen pan con aceite virgen extra es de los mejores desayunos de los que se puede disfrutar, y prueba de ello es que siempre está presente y muy bien valorado, en los mejores restaurantes de lujo de todo el mundo. Por eso te lo cobran a precio de oro.

Y ese alimento básico para mantener la salud pública en niveles aceptables de la mayoría de la población, ahora va camino de convertirse en un artículo de lujo, puesto que no hay producción por la falta de agua y sobre todo, porque los distribuidores (que no los productores), no están dispuestos a perder ni un céntimo de sus pingües beneficios que salen de especular con los productos alimentarios más básicos.

Este episodio de la usura más rastrera ya lo vimos en plena pandemia de la Covid, cuando el precio alimentos más baratos de la cesta de la compra empezaron a subir como la espuma, sin que esa subida tuviera que ver gran parte con un presunto aumento de los precios de producción.

A todo esto, el ministro Planas, responsable de agricultura, ha dicho esta semana que la subida del aceite no es un problema político, suponiendo que la “mano invisible del mercado” acabará por arreglarlo mágicamente.

Sin embrago, yerra el señor ministro en la valoración del problema de aceite, por varios motivos.

La subida desorbitada del precio del aceite es un problema político de primer orden puesto que puede transformarse rápidamente en un problema carísimo de salud pública. Si el Estado permite que la mayor parte de su población se quede sin acceso a uno de los mejores antioxidantes y vitamínicos naturales, uno de los más reconocidos súper alimentos y la base de nuestra otrora adorada dieta mediterránea, sólo por un asunto de especulación empresarial, será el culpable del empeoramiento de la calidad de vida de toda la ciudadanía y del aumento del coste que ello tendrá para la misma ciudadanía que deberá pagar la factura de la sanidad pública derivada de esa precarización de la alimentación. Sobre todo, siendo nuestro país el mayor productor mundial.

Y, por otra parte, el precio del aceite y de todos los productos agropecuarios también son un problema político que entronca directamente con la gestión del agua.

Como habrán podido notar todas y todos, no hay agua. Por eso no hay producción de aceitunas, pero tampoco de forraje para los animales, ni de frutas de temporada ni de la mayoría de cosas imprescindibles para vivir. Sin embargo, nuestro país sigue pretendiendo vivir de un modelo turístico completamente extractivista y de bajo coste para quien viene, y de no tantos beneficios para quien lo gestiona, que acaban cuadrando sus cuentas de explotación a costa de las costillas del personal de la hostelería y los hoteles, como las camareras de piso, que limpian habitaciones por un euro que luego la cadena hotelera cobra a 200 euros la noche.

Nuestra principal “industria”, tal y como está montada, es incompatible con cualquier gestión del recurso que no nos haga colapsar a todas y todos en una década.

Así que sí, es un problema político que las papas fritas valgan como si el aceite de la freidora fuera el mismo que utilizó el obispo de Canterbury para “ungir” al rey Charles.

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