Por Paloma Cecilia Barraza Cárdenas
En su novela “Monstruos Invisibles”, Chuck Palahniuk, realiza una crítica severa al constructo de belleza como imposición social. La premisa de la historia es representada por la protagonista, una modelo cuyo rostro es desfigurado tras un terrible accidente, lo cual, conduce a la pérdida de su popularidad y, eventualmente, a su invisibilidad social. El relato escenifica lo siguiente: cuando las mujeres no cumplen con los cánones estéticos hegemónicos, se convierten en criaturas aterradoras e imperceptibles en entornos corrompidos por la superficialidad.Irónicamente -o quizá no mucho-, los concursos de belleza
tradicionales constituyen prácticas sociales reveladoras de un reflejo distorsionado de la analogía de Palahniuk en proporción inversa, pues, califican y premian a las mujeres concursantes en función de características físicas y atributos de comportamiento arquetípicamente considerados parte del constructo de proyección femenina. Si las mujeres cumplen los requisitos establecidos en las convocatorias, los cuales, describen o limitan específicamente las características físicas de sus cuerpos, adquieren un tipo de visibilidad social a través de las cámaras y los reflectores y, se vuelven merecedoras de personificar los ideales ficticios de “perfección”. Lo anterior, bajo la mirada de lo masculino y sí, intrínsecamente, de lo patriarcal. Este ejercicio promueve la objetivación de las mujeres e implica su identificación predominantemente con la corporalidad, lo cual, tiende a separarlas de los atributos esenciales de su humanidad. Incluso, estas dinámicas de cosificación y sexualización se realizan insidiosamente desde muy tempranas edades, enviando fuertes mensajes tanto a las niñas participantes, como al público en general, de aquello valorado, aceptado y gratificado como femenino. Además, estas dinámicas traspasan el mundo simbólico y se convierten en terreno fértil para la ejecución de formas tangibles de agresión, pues, dentro de estos entornos se han denunciado múltiples expresiones de acoso y violencia hacia las concursantes. En tal tesitura, diversos países -entre ellos México-, han discutido este problema en sede legislativa, bajo la consideración de actualización de violencia simbólica, mediática y/o estética, ya que, mediante la realización de concursos de belleza, se expresan o difunden contenidos sobre valores, patrones e ideas destinadas a normalizar y reforzar los estereotipos de género y, con ello, la situación de subordinación, discriminación y violencia contra las mujeres.
Con el afán de cambiar la narrativa, dicha discusión se ha orientado en especial a establecer la prohibición a los entes públicos de asignar recursos o cualquier tipo de apoyo institucional a la realización de estas exhibiciones. No obstante, en ciertos Estados de la República -como Durango-, los certámenes siguen celebrándose y, algunos de ellos reafirman desde el nombre, los estereotipos de género. Por ejemplo, el término “señorita”, utilizado comúnmente para denominar este tipo de eventos, ha sido identificado por la Organización de las Naciones Unidas como un “título de cortesía discriminatorio”, al explicitar de forma innecesaria el estado civil de las mujeres. Es tan normalizado el uso de dicha expresión, que ni siquiera parpadeamos cuando las instituciones organizadoras deciden establecer la soltería o la ausencia de maternidad como requisitos en eventos de esta naturaleza.
¿Ignorancia o cinismo? El (ma)chiste se cuenta solo.
Si bien, en los últimos años se han roto diversos moldes en cuanto a etnia, diversidad sexual y otras categorías, dichas actividades aparentemente anacrónicas continúan, en su mayoría, perpetuando una imagen estética estereotipada y la idea de ver a las mujeres como producto de consumo. Inclusive, a pesar de la carga cultural e intelectual atribuida a los certámenes a través de la exigencia de aptitudes relacionadas con la identidad nacional, la cultura popular, el arte de hablar en público, la conciencia social, entre otras, el centro del espectáculo es el imaginario de “gracia y belleza” de las participantes, manifestado a través de prácticas como el modelaje y los desfiles en traje de baño. Últimamente, el acto se vuelve una práctica problemática, con independencia de su ejercicio de manera tácita o explícita. El mensaje oculto detrás de estos rituales es claro: quienes no absorben de una u otra forma las normas estéticas, se tornan en monstruos invisibles ante el ojo vigilante de una sociedad patriarcal, clasista y racista. Hoy, no sólo escribo como espectadora, sino como quien ha sido parte del problema. Como quien ha sido presa de esa trampa vacía de validación social, en más ocasiones de las que quisiera admitir. Como quien ha experimentado en carne propia la visibilidad y aceptación asequibles mediante la suscripción a la sofocante presión del sentimiento aspiracional de encajar en el prototipo de belleza estética. Como quien ha estado fuertemente nublada por los privilegios de su asfixiante burbuja. Alguien que no entendía que no era su cuerpo lo que requería cambio, sino las formas sexistas de pensamiento cotidiano. Alguien que no dimensionaba el inmenso poder de un sistema diseñado para hacerte sentir perpetuamente indigna e insuficiente, sin importar cuánto te acerques a los ideales estereotípicos. Alguien que no conocía el precio emocional de la corona y lo pagó con altos intereses. Así son los procesos de aprendizaje. A veces más duros, más perdurables o más complejos de atravesar. Por fortuna, las personas tenemos capacidades transformativas y niveles de resiliencia sorprendentemente elevados. Gracias a ello, hoy escribe quien, a golpe de dietas destructivas, sonrisas manufacturadas y altos niveles de ansiedad, por fin comprende la necesidad de acabar con los concursos de belleza, para que éstos no sigan acabando con nosotras. Hoy escribe quien descubrió en ella misma, aquello que erróneamente buscaba en el exterior. Hoy escribe quien al fin identificó al verdadero monstruo de este cuento: el patriarcado. Hoy escribe quien finalmente se unió a las filas del único ejército capaz de destruirlo: el feminismo.