Todas deberíamos ser feministas

El sistema patriarcal afecta a todas las personas, tanto de manera individual como social. Incluso quienes gozan de privilegios hegemónicos, no escapan del potencial nocivo y letal de este veneno, aunque el daño se manifieste en distintos grados y de diversas formas

Por Paloma Barraza

En su célebre ensayo “We should all be feminists”, Chimamanda Ngozi Adichie advierte desde el título el contundente mensaje comprendido en sus líneas: todas deberíamos ser feministas. Con ello la autora se refiere a todas las personas desde una perspectiva incluyente. Aunque comparto el criterio orientado a reservar el término feminista para las mujeres y designar otros conceptos para quienes no se expresan o identifican como tal, concuerdo con Chimamanda; todas las personas deberíamos comulgar con esta corriente de pensamiento cuyo objeto se dirige a desmantelar las diversas desigualdades históricas, estructurales y fácticas entre los géneros producidas por los sistemas patriarcales.

Suscribo esto por una sencilla y a la vez complicada razón: el patriarcado produce estragos de forma colectiva, sistémica e interseccional. En palabras más simples, el sistema patriarcal afecta a todas las personas, tanto de manera individual como social. Incluso quienes gozan de privilegios hegemónicos, no escapan del potencial nocivo y letal de este veneno, aunque el daño se manifieste en distintos grados y de diversas formas. Esta última cuestión no es irrelevante, pues produce un importante sesgo en los sectores más favorecidos de nuestras comunidades, destinado a impedir una percepción de la magnitud del problema y a provocar confrontaciones ideológicas y reales encauzadas a distraer, dividir, debilitar y destruir las redes feministas que tanto trabajo ha costado tejer a lo largo de los años.

LeAndra Lee Baker explica este problema de forma muy clara con una metáfora: el patriarcado es como si un hombre tuviera su bota en el cuello de una mujer. El feminismo es la mujer quejándose de la bota. Las personas conservadoras sostienen que no había problema alguno, hasta que la mujer empezó a hablar sobre el tema -si esa mujer se hubiera quedado callada, el problema no existiría-. Los hombres “aliados” consideran que hay formas atractivas para todo mundo de hablar sobre la bota, sin excluir a quienes quieren ayudar a quitar la bota. Los “chicos buenos” alegan que no todos los hombres usan botas. Las mujeres con misoginia internalizada dicen que la bota está en su cuello por elección y que les encanta -creen que algo está mal con las mujeres que se quejan de la bota-. Y mientras tanto, la bota permanece en el cuello de la mujer.

Con esta referencia intento resaltar esto: la bota en el cuello es un problema por sí mismo, intensificado por las aristas ilustradas por Baker y muchas otras. La prevalencia de agrupaciones, voces y corrientes destinadas a atacar, minimizar y deslegitimar los movimientos feministas es un indicador de la gravedad del asunto. Latigazos verbales como “el feminismo es sólo una moda”, “ellas son feminazis”, “esas no son las formas”, “el peor enemigo de una mujer es otra mujer”, “nada ganan con sus acciones”, “ridículas, sólo buscan atención” y tantas otras frases, suelen perseguirnos desde los espacios más públicos, hasta los rincones más íntimos, pueden venir de quienes menos esperamos y, a veces, logran lastimarnos mucho más de lo que queremos admitir. Este mecanismo de defensa del sistema logra su cometido, es decir, desviar la atención del espiral interminable de violencias e injusticias que vivimos las mujeres a diario, criminalizar las protestas, repudiar nuestra insumisión y abrir grietas en los puntos de desencuentro de las paredes ideológicas inherentes a un movimiento pluridimensional.

Ante este fenómeno, se acude frecuentemente a dos grandes pilares del feminismo: la resistencia y la resiliencia. Si bien, estas cualidades han cumplido la función de protegernos, fortalecernos y transformarnos, considero necesario complementarlas con otras herramientas que en ocasiones dejamos olvidadas en el cajón. Hoy, quiero desempolvar algunas de ellas con el propósito de empezar el inventario y reactivar su utilización habitual con fines fundamentalmente feministas.

  1. Comprensión. A pesar de ser un grupo social históricamente discriminado, no todas las mujeres vivimos las mismas violencias. Tenemos una historia compartida, pero no todas compartimos la misma historia. Necesitamos mucha empatía para comprender el sufrimiento y la situación de vulnerabilidad de otras mujeres, a pesar de nunca haberlo experimentado en carne propia y hacer nuestra su lucha. De igual forma, la empatía es necesaria para identificar y entender los sesgos que nacen del privilegio. El patriarcado tiende a aislar sistemáticamente, a obstruir las comunicaciones y a impedir las alianzas. Utilicemos las diferencias para apoyarnos entre nosotras y como parte importante de nuestro arsenal contra el sistema, no como muros divisorios entre nuestras propias filas.
  2. Compromiso. Ser feminista también es un privilegio. Probablemente de igual calado que aquellos detentados por los grupos dominantes y supremacistas, sólo que se trata de una facultad más cognitiva que factual: el privilegio de quitarnos la venda patriarcal de los ojos y ver más allá del constructo social del género. Esto nos conduce a no reservar conocimientos y experiencias para nuestro propio beneficio y ofrecer una mano teórica o pragmática a quien la necesite, dentro de los límites intrínsecos a la noción de sororidad. Esto no implica la responsabilidad de explicar a quienes no quieren escuchar, ni de educar a quienes no tienen la intención de aprender, pero sí nos compromete a abrir las puertas del feminismo para quienes quieran entrar. Si no lo hacemos nosotras, ¿quién más lo hará?
  3. Compasión. No nacimos feministas y no estamos exentas de cometer errores. Este pensamiento abre camino para asimilar la crueldad y las agresiones producidas por la ignorancia, la alienación y el círculo de violencias de otras mujeres. No para ignorarlas, justificarlas o como se dice coloquialmente “voltear la otra mejilla”, pero sí para obtener una visión más amplia de un sistema complejo de opresiones. Con ello, por ejemplo, podríamos considerar la posibilidad de perdonar o pedir perdón bajo condiciones adecuadas y, tal vez esta postura sirva también para dejar de ser tan duras con nosotras mismas cuando fallamos, necesitamos pausas o nos distanciamos de la causa. No hay feministas perfectas, pero todas somos perfectas para ser feministas.

Esta lista claramente está incompleta y sus posibilidades son infinitas, pero la intención y relevancia de ponerla en esta mesa imaginaria de discusión, es justo el reto de complementarla. En suma, mi intención es resaltar lo siguiente: ser feminista es una decisión y, al elegir este camino debemos ser conscientes que la ruta no es tranquila ni constante; el sistema diseña curvas peligrosas y coloca obstáculos durante todo el trayecto. Ir contracorriente no sólo requiere de fuerza, sino también de técnica y entrenamiento. Ser antisistema exige más que pensamientos, demanda de acciones y no todas tienen que ser reactivas. El feminismo es más que teoría, es también práctica y viceversa. No obstante, todas deberíamos ser feministas, porque el feminismo no sólo cambia vidas, sino también leyes, esquemas sociales y formas de pensamiento. Además, me gusta creer que el feminismo es irreversible, una vez dentro, no hay vuelta atrás. La salida es evidente, pero es imposible tomarla. Creo firmemente, como he dicho ya, no nacimos feministas, pero sí vamos a morir feministas.

 

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