Juego de memoria

Amar a Dios sobre todas las cosas era un dogma. Su imagen era el hombre, el padre, el abuelo, el tío, el hermano mayor y les debía obediencia. Él, memoricé, está en todas partes y en todas las cosas, y además lo ve todo

por Luz Elena Pereyra Rodríguez

Por Luz Elena Pereyra Rodríguez

No creo en Dios. De niña me lo habían enseñado colgado de una cruz muerto por mis pecados. Entonces ¡era hombre!

Luego de algún tiempo y aterrada con su presencia aprendí a esconderme tras las piernas de mis padres para que no me viera, pues sus ojos parecían seguirme a todas partes y su figura sangrante, lacerada y en actitud de agonía me horrorizaba.

Le ignoré por años hasta que fui forzada a verlo nuevamente. Me obligaron a estudiar su historia, a conocer su sufrimiento y a aprender los mandamientos.

Diez ideas, diez decretos difíciles de asimilar, de comprender, de practicar si no los entendía. No logré hacerlo nunca, pero como en mi infancia la educación era un juego de memoria, repasé uno a uno sus preceptos.

Amar a Dios sobre todas las cosas era un dogma. Su imagen era el hombre, el padre, el abuelo, el tío, el hermano mayor y les debía obediencia. Él, memoricé, está en todas partes y en todas las cosas, y además lo ve todo.

El segundo postulado era simple y divertido. Todos juraban en su nombre y no pasaba nada. Hasta chistes se hacían y se comprometían en nombre de diosito lindo y, con Dios o sin él, todos hacían la señal de la cruz para, luego de juramentar, hacer y decir barbaridades; aunque jurar el nombre de Dios en vano fuera pecado mortal.

Sobre santificar las fiestas nunca supe bien a bien lo qué señalaba el mandamiento, pero había dos épocas del año en que teníamos vacaciones escolares asociadas fuertemente con la existencia de un Dios que apenas conocía. Entonces, durante mi infancia y en la llamada semana santa, dejábamos de cumplir con los quehaceres en casa; el padre no iba a trabajar y la madre cocinaba para varios días algunas delicias que eliminaban el consumo de carne de pollo, de res y de puerco; se restringían los juegos, estaba prohibidísimo portarse mal, decir groserías –como tonto o menso–, pelear entre hermanos, escuchar música, ver la televisión y algunos de esos terribles pecados por el estilo que, sin excepción, eran castigados con tremendas golpizas pasadas las 12 del día del sábado santo, en que ya había permiso para liberar la histeria reprimida de los padres, quienes además para amenizar la temporada, tenían como regla que mamá acudiera varias veces con los hijos a visitar “la casa de Dios”, para mirar su sufrimiento en una procesión salvaje que finalizaba con la crucifixión de su hijo llamado Jesús. La otra temporada, la navideña, era más permisiva y alegre; en ella se admitían los gritos y los juegos, la comida era abundante y se exacerbaba el consumo de carne de todo tipo; había regalos, bailes y risas; aunque no faltaba la historia dolorosa de ese niño pobre que nació en un pesebre sin comida, con frío pero con la protección de la imaginaria riqueza de los llamados reyes magos y que, además, era el hijo-hombre de Dios.

Uno a uno fui memorizando cada mandamiento que reforzaban las instituciones para vivir en convivencia y aprender a obedecer.

Entonces, respetar al padre y a la madre se asimilaba con un intercambio de miradas.

Matar era impensable, era un acto aberrante y fuera de toda lógica, aunque la lógica no figuraba porque la idea ya estaba guardada en la memoria: “no matarás”.

Más que un pensamiento complicado, “no fornicarás” no tenía explicación, así que lo registré, igual que los otros, y me cobijé en el silencio para no ser reprendida por preguntona, pues también era pecado.

Orientar el comportamiento era cosa de cimentar bien los valores. La lección familiar se transmitía con la alegoría de los ejemplos, mediante historias aterradoras de niños que habían sido castigados por no cumplir el sagrado mandamiento de “no robarás”, y que por horas fueron azotados hasta quedar bañados en sangre, agonizantes, con la piel desgarrada; o de aquellos cuyas manos había sido quemadas con carbón ardiente o en la parrilla de una estufa; o la del ladronzuelo que pagó su culpa hincado por días con las manos extendidas cargando unos leños de madera. Las imágenes eran contundentes y me recordaban al tal llamado, Jesús de Nazaret.

Mentir era un pecado común castigado de manera ordinaria: el grito, la chancla, el cinturón, el olvido… quizá del menor de los miedos pero evitaba el autoengaño. Eso decía mi madre.

Me sentía despreocupada por el noveno mandamiento: “no desearás a la mujer de tu prójimo”. Lo aprendí y dejé de lado. Era para los hombres. Tal vez la ley de Dios estaba escrita para ellos.

El último mandamiento era inútil y contradictorio, como todo lo que se memoriza sin explicación alguna. Todos deseamos algo que no tenemos o aspiramos a alcanzar y el “no codiciarás” nos llevaba al deseo mudo, a la sumisión y a la culpa.

Terminado el juego de memoria, Dios era entonces hombre para los hombres y un ser castigador.

Al paso de los años conocí la muerte. Mi padre no iba a la iglesia, no se confesaba, no rezaba; sin embargo el día de su partida le llevaron un sacerdote al que habló al oído por no más de tres segundos. No le escuché pero segura estoy de sus palabras: “no creo en Dios”. Nos miramos a los ojos y le dije sin voz, y en señas: yo tampoco. Sonrió en una mueca de resignación y dejó de habitar su cuerpo al tiempo que una lágrima recorría su hermoso e inolvidable rostro. Había partido y un pedazo de mi vida, también, me había abandonado.

Foto composición con imágenes de Antonio_Díaz de Getty Images y Thegiansepillo de Pexels.

Loading

Comenta con Facebook

También te podría interesar

Ir al contenido