Por Paloma Barraza Cárdenas
“Si Atenea no se presenta ante mí,
es que no se siente capaz de competir conmigo.”
El mito de Aracne
En palabras de Marta González, los autores griegos apenas profundizaron en las relaciones entre mujeres, presentándolas siempre desde el lado más oscuro del conflicto o la indiferencia. Atenea, protectora de Aquiles, Odiseo, Teseo, Perseo y otros héroes, vela por ellos en sus pugnas con poderosas figuras femeninas, erigiéndose como defensora de la razón patriarcal. Esta representación no es casual. Desde hace siglos, las historias de mujeres, narradas desde la mirada masculina, han moldeado arquetipos para confrontarnos en lugar de unirnos.
Si reescribiéramos estos mitos desde una perspectiva feminista, las diosas no se enfrentarían, formarían poderosas alianzas. Hera y Afrodita planearían juntas de manera magistral, con la astucia de quienes conocen el poder en todas sus formas. Perséfone y Artemisa buscarían ese delicado equilibrio entre luz y oscuridad para desdibujar los límites entre lo terrenal y lo divino. Temis y Atenea unirían fuerzas para desmantelar los cimientos del orden impuesto y escribir juntas un nuevo destino. Las heroínas, por su parte, se definirían por su capacidad de imaginar futuros distintos. No lucharían por la aceptación del Olimpo; lo reconfigurarían por completo.
Si lo pensamos como una construcción cultural, el Derecho puede contarse como un mito. Y en mi versión de la historia, Temis y Atenea se encuentran para tramar juntas la revolución. Aprender Derecho no debería ser un mero ejercicio de memorización normativa. Las leyes, esas musas del cambio social, a menudo se ven reducidas a columnas inertes en el santuario académico. Irónicamente, numerosas aulas se convierten en mausoleos destinados a petrificar el conocimiento jurídico. Como si el Derecho existiera en un limbo etéreo, separado de las realidades humanas que lo hacen necesario. Muchas universidades se empeñan en diseccionar normas y las despojan de su vital nexo con los contextos humanos donde cobran sentido. Esta desconexión no es casual. Durante décadas, la enseñanza jurídica ha operado bajo un paradigma diseñado para priorizar el conocimiento técnico sobre la comprensión crítica y humanista. Pero, ¿qué ocurre cuando las facultades dejan de ser templos de reproducción acrítica? ¿Qué sucede cuando las materias se rediseñan para convertirse en instrumentos de transformación comunitaria?
El semestre pasado, en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Juárez del Estado de Durango (UJED), mi colega y amiga, la Dra. Gabriela Valles Santillán y yo, nos empeñamos en responder a estas preguntas. Presentamos una propuesta para modificar las unidades de aprendizaje sobre género y grupos de atención prioritaria en la Academia de Derechos Humanos. La intención siempre fue cristalina: desafiar el enfoque tradicional y ofrecer al estudiantado herramientas teóricas, prácticas y críticas para enfrentar las problemáticas del mundo jurídico. Si el derecho fuera una guerra por la justicia, las Diosas griegas no empuñarían sus armas sin una estrategia reflexiva. En nuestras aulas, aspiramos a encarnar esa sabiduría táctica. Desaprender el derecho tradicional es una postura académica, un acto de resistencia y una declaración para mostrar que el derecho no está escrito en piedra, sino en constante construcción.
Tomemos como ejemplo la materia de “Grupos de Atención Prioritaria”. Aunque aún no lleva oficialmente ese nombre, pues todavía es necesario pasar algunas odiseas administrativas; fue la propuesta surgida en la Academia para sustituir su antigua denominación: “Grupos Vulnerables”. Este término, ampliamente criticado en la teoría y el activismo, es problemático porque reduce a las personas y comunidades a una categoría ontológica destinada a definirlas intrínsecamente como tal, sin escapatoria alguna, cual profecía de oráculo mitológico. Las palabras no se limitan a describir condiciones, las imponen.En contraste, ha ganado terreno una alternativa más matizada: “Grupos en Situación de Vulnerabilidad”. Esta propuesta intenta reivindicar el esencialismo de la denominación anterior al capturar la vulnerabilidad como una circunstancia contextual adversa, no como una cualidad inherente. Sin embargo, a mi me convence más la expresión “Grupos Vulnerabilizados”, una opción con un tinte político más incisivo. Este término va más allá de la descripción de un escenario de dificultad y responsabiliza a un sistema detrás, encargado de generar y perpetuar esa vulnerabilidad. No son condiciones fortuitas; es el resultado de estructuras históricas, sociales, políticas y económicas confabuladas para despojar a estas comunidades de sus derechos y oportunidades.
Tras diálogos en la Academia, prevaleció un término para equilibrar estas visiones: “Grupos de Atención Prioritaria”. Esta nomenclatura se aleja de las connotaciones estigmatizantes e introduce una perspectiva de acción. Invoca la responsabilidad del Estado y del marco normativo para subsanar las condiciones históricas y estructurales de desventaja de dichos colectivos. Nombrar distinto es pensar distinto. Pensar distinto es actuar distinto. Si el lenguaje configura la justicia, ¿qué ocurre cuando desafiamos los relatos impuestos? Aracne desafió a Atenea en el telar y, con su hilo, reveló verdades incómodas. En el Derecho, también tejemos narrativas. La pregunta es si las haremos visibles o perpetuaremos el silencio. Sin duda, este debate trasciende el terreno semántico y abre un importante espacio para analizar cómo el lenguaje jurídico configura nuestra compresión de la justicia. Es, desde mi imaginación mitológica, un encuentro legendario entre Temis, la guardiana de la ley, y Atenea, la sabia estratega cuya figura invita a cuestionarlo todo.
En cuanto al contenido de las unidades de aprendizaje, es fundamental comprender lo siguiente: las problemáticas enfrentadas por estas poblaciones no se derivan exclusivamente de su condición socioeconómica, sino también de aspectos esenciales de su identidad: origen étnico, género, discapacidad, edad, sexualidad, entre otros. Esto exige una formación capaz de trascender la simple lectura de normas y adoptar un enfoque holístico, humano y profundamente comprometido con la defensa de los derechos. No basta con conocer la ley; hay que saber cómo problematizarla para transformarla. La enseñanza del derecho, bajo un enfoque por competencias, nos permite explorar nuevos horizontes. En los programas desarrollados, hemos apostado por estrategias didácticas diseñadas para invitar al estudiantado a reflexionar y actuar. No se trata únicamente de impartir clases convencionales donde las leyes se estudian en abstracto. Queremos también enfrentar a las y los estudiantes a casos concretos, a problemáticas reales donde los derechos humanos están en juego.
Además, incorporamos el análisis de medios culturales como películas, documentales y series. Estas representaciones sensibilizan y fomentan una mirada crítica hacia cómo los derechos son entendidos, vividos y vulnerados en distintos contextos. También hemos promovido actividades como la creación de campañas de concienciación, proyectos colaborativos y la elaboración de productos como videoensayos y podcasts. ¿El resultado? Generaciones capaces de entender el Derecho como mucho más que un conjunto de normas, y comprenderlo como un lenguaje vivo orientado a afectar las vidas de millones de personas. Por supuesto, también hemos replanteado la evaluación. Las exposiciones, debates y creaciones digitales complementan los exámenes tradicionales, y convierten el aprendizaje en un proceso dinámico y en constante movimiento. Queremos formar juristas capaces de pensar, cuestionar y actuar con sensibilidad social y ética.
Nada de esto sería posible sin un trabajo en equipo profundo y genuino. La colaboración entre docentes nos ha permitido enriquecer los contenidos y modelar para el estudiantado la importancia del diálogo y la sintonía. Cuando diversas visiones se unen, el resultado es un programa más robusto, integral y transformador. Las redes de conocimiento no son jerárquicas, son rizomáticas: crecen en múltiples direcciones, alimentadas por el intercambio y la reflexión. Siempre he creído que construir redes basadas en la empatía y la colaboración es la clave para transformar nuestra realidad social.
Las revoluciones silenciosas comienzan en pequeños espacios, como el aula, donde la suma de esfuerzos y pasiones puede generar cambios sostenibles y profundos. La sabiduría estratégica para transformar y la justicia para guiar. Los salones de clase no deben ser cementerios de normas, sino espacios vivos donde el conocimiento se convierta en pasión y acción. Si logramos reconciliar estas dos miradas y nos atrevemos a desafiar los mitos jurídicos, quizá esta vez la historia no nos condene, y nos dé la razón.
Imagen: © svetazi – stock.adobe.com
Las opiniones compartidas en la presente publicación, son responsabilidad de su autora y no reflejan necesariamente la posición de La Costilla Rota. Somos un medio de comunicación plural, de libre expresión de mujeres para mujeres.