Por Karina Sánchez
Gisèle Pélicot es una mujer francesa de setenta y dos años que durante diez años fue drogada y abusada sexualmente por su marido y por hombres desconocidos que éste invitaba a su casa para que la violaran delante de él. Bajo el lema: “la vergüenza debe cambiar de bando”, Pélicot decidió hacer el juicio público. Su posición fue clara. La víctima no debe esconderse, son los agresores los que deberían sentir vergüenza de sus actos. Cuando leí por primera vez esto me avergoncé porque para muchas de nosotras que somos mujeres víctimas de violencia y además nos asumimos feministas, todavía no es tan simple reconocer que la “culpa” no es nuestra, es de un sistema que, soterradamente, convierte nuestros cuerpos y mentes en vulnerabilidad pura. En palabras de Judith Butler, cada uno de nosotros se constituye en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos -como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición-. La pérdida y la vulnerabilidad parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición.[i]
Tengo cuarenta y un años, como muchas mujeres de mi edad he tenido que deconstruir a lo largo de mi vida adulta muchos valores de las relaciones interpersonales ancoradas en el mito del amor romántico. No obstante, durante los últimos dos años, pese a todo el trabajo personal e intelectual realizado, no fui capaz de reconocer que me encontraba inmersa en una relación con exposición a diferentes tipos de violencias (simbólica, económica, verbal y física) y con un profundo enraizamiento en una violencia psicológica. Rita Laura Segato, plantea que violencia psicológica es de las más fuertes ya que sirve de manera eficiente a la reproducción de la desigualdad de género por su diseminación masiva en la sociedad, que garantiza su ‘naturalización’ como parte de comportamientos considerados “normales” y banales. Además, su arraigo en valores morales religiosos y familiares, permite su justificación y, por la falta de formas de designación e identificación de la conducta, tiene como consecuencias la imposibilidad de señalarla y denunciarla e impide así a sus víctimas defenderse y buscar ayuda.[ii]
En mi caso, yo sí sabía reconocerla, sabía qué hacer, cómo denunciar, pero no pude. Me avergoncé. Sentí vergüenza de ser víctima y más me avergonzaba ser feminista y no tener el valor, la osadía, el coraje, la dignidad para actuar frente a la violencia según los estándares que me exigía el feminismo, el círculo social cercano, la moral y yo misma. Me sitúe en una paradoja de vergüenza. Por un lado, todo el conocimiento que tengo sobre la construcción de los valores de género que sostienen las dinámicas, las jerarquías, el poder y las relaciones de nuestra sociedad tanto simbólica como axiomáticamente no me blindó, no me alejó de las situaciones de riesgo, al contrario, me hicieron sostener, reproducir y justificar un círculo de violencia. Por el otro lado, sentí que traicionaba mis principios y valores feministas al paralizarme frente a un evento de violencia física y no tener las condiciones emocionales para denunciar públicamente a mi agresor que, en este mundo de redes sociales, es lo único que tiene un valor y una consecuencia “real”.
A este marco individual se sumó la respuesta del espacio social en el que me desenvolvía en ese momento que no fue para nada segura. Al contrario. Mujeres feministas y hombres aliados me llamarón “hipócrita”, bajo el mismo cuestionamiento que yo me hacía: ¿cómo puedes decirte feminista, saber tanto sobre los derechos de las mujeres y someterte a situaciones de violencia y no denunciar públicamente al agresor? Este cuestionamiento formó una capa más densa de culpa y vergüenza porque, tal como se asienta en la mayoría de las reflexiones filosóficas, esta sensación de vergüenza se encuentra relacionada a un observador más allá de nosotros mismos. La vergüenza está prendida a la mirada del Otro, del juicio que éste hace de nuestra acción[iii] y, aunque consideremos que lo que dicen los demás no nos interpela, muchas veces los parámetros externos de nuestra acción son los que detonan nuestro avergonzamiento.
Tenemos introyectada la mirada del Otro, somos nuestro propio juez, por lo tanto, nos importan los principios y estándares éticos a los que nos queremos acercar como seres humanos en proceso de trascendencia. Es por ello que la vergüenza moral va de la mano con la violencia moral. Sentir que no estamos haciendo lo que deberíamos hacer, nos lleva a naturalizar y sostener la violencia desde la vergüenza o la construcción de falsa moral. En este sentido, tal como plantea Pélicot, la responsabilidad de quitarnos la vergüenza y hacer pública la violencia es nuestra, es de las víctimas, ya que todavía estamos lejos de que los juicios éticos y morales en contra de los agresores se den en el terreno social o cultural. En mi experiencia ese juicio social no existió y tanto las personas (mujeres y hombres) que me cuestionaron y me presionaron para denunciar, como el círculo de amistades del que me rodeaba que conocían perfectamente la narrativa de violencia que había acontecido decidieron optar por el principio de “no me meto” porque ella decidió continuar dentro de la relación que es “aparentemente afectuosa”, incluso mirando el testimonio en mi cuerpo de esa violencia. Yo misma opté por esa salida y me avergüenzo porque muchas veces somos cómplices de la violencia, estamos expuestas, somos vulnerables, ciegas y humanas.
Existe, por lo tanto, una reproducción maquinal de la costumbre, amparada en una moral que no se toca, porque si la mujer víctima se mantiene dentro de la relación violenta, la moral nos sugiere que ella es culpable y, dicho de manera banal, es una mujer “tóxica”. Con ello se naturaliza la violencia y, por lo tanto, se minimizan las consecuencias que esta podría tener. Es más, muchas veces los agresores sostienen sus narrativas de inocencia bajo esta premisa, ya que, en lugar de reconocer su crimen explican su acción a partir de la existencia de una defensa o un castigo. Además, los agresores muchas veces no se perciben como criminales, más bien se sienten moralizadores o vengadores o víctimas de una situación de violencia, que generalmente ellos detonan, pero que está enmascarada en las acciones reactivas de la mujer “tóxica” con la que se relacionan. Frente a este escenario y por la naturalización de este tipo de explicación moral de la violencia, pocas personas serán capaces de cuestionar las bases emotivas, sociales o culturas que sustentan dicha “toxicidad”.
Me queda claro que social y culturalmente hay mucho trabajo por hacer en torno a la sensibilización de la violencia contra las mujeres, porque todavía no existe un posicionamiento social crítico o de resistencia frente a las conductas que sostienen la violencia estructural y menos a la violencia moral que es aquello que sabemos que está mal pero que escamoteamos en aras de sostener a la comunidad alejada del conflicto. Tanto mujeres como hombres, tendríamos que estar más sensibilizados en una baja tolerancia a esas formas tan sutiles de intimidación y de coacción. Sabemos que ese efecto violento de la sociedad y de los agresores resulta del mandato moral y moralizador de reducir y aprisionar a la mujer en su posición subordinada, por todos los medios posibles, recurriendo a la violencia sexual, psicológica y física, o manteniendo la violencia estructural del orden social[iv].
Finalmente, es necesario replantear el parámetro feminista en torno a la exigencia que se nos plantea. Las víctimas transitamos por procesos diferentes que de una u otra manera se encuentran asidos en terrenos emotivos, sensibles, culturales y tradicionales. Nos exigimos mucho entre nosotras y no podemos romper con los clichés que muchas veces nos paralizan.
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[i] Judith Butler (2006) Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós.
[ii] Rita Laura Segato (2003). Las estructuras elementales de la violencia. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes. https://redmovimientos.mx/wp-content/uploads/2020/04/Segato-Rita.-Las-Estructuras-elementales-de-la-violencia-comprimido.pdf
[iii] Diana Cohen (2016). Del autoengaño a la vergüenza: la derrota narcisista. https://es.scribd.com/document/383329099/Diana-Cohen-Agrest-Del-autoengan-o-a-la-vergu-enza-la-derrota-narcisista
[iv] Rita Laura Segato (2003). Las estructuras elementales de la violencia. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes. https://redmovimientos.mx/wp-content/uploads/2020/04/Segato-Rita.-Las-Estructuras-elementales-de-la-violencia-comprimido.pdf
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