Por Melissa Amezcua
El mundo está completamente seguro de que vivimos en una época en la que las personas no toleramos el dolor. Lo repiten en reflexiones, teorías, espacios de discusión y cualquier lugar de expresión. La hipótesis de siempre, que si somos la sociedad que más consume píldoras, drogas y remedios para el dolor físico y moral, y puede que sea cierto para hablar de ciertos sectores.
Mientras tanto, las mujeres que reflexionamos en torno al mismo asunto damos un paso atrás a ese análisis y cuestionamos entonces ¿por qué a algunas mujeres no se nos cree cuando algo nos duele?
No es un disenso a la obsesión de cierta sociedad actual por medicalizar cada fragmento de la vida. Pero cansadas de escuchar una verdad a medias, es prudente revivir en cada espacio posible una discusión paralela: el derecho de las mujeres a vivir dignamente, y para ello hay que dejar de calificar nuestros dolores como una exigeración, que es lo mismo que llamarnos mentirosas.
Durante décadas se nos ha prometido que los avances científicos harán que nada nos duela y nada nos quite la posibilidad de vivir la mayor cantidad de tiempo posible, hasta que una concientiza quiénes somos y qué lugar ocupa nuestro cuerpo en la sociedad y contexto en el que habitamos. ¿De qué nos sirven esas promesas de bienestar, si ante el primer acento de dolor físico o emocional que expresamos no se nos cree?
La institución médica en particular parece tener una fijación con mantener mujeres en los pasillos de sus salas de emergencia gritando de dolor, algo que ellos han concientizado desde siglos atrás como simples exageraciones. Si, como decía Audre Lorde, no hay dolores nuevos porque ya los hemos sentido todos, por qué aquellos que se encargan supuestamente de garantizarnos la vida no se han detenido a pensar que no hay ninguna lógica racional detrás del mito de que las mujeres nos metemos a las salas de urgencias a perder nuestro tiempo con exageraciones.
La escritora Soraya Chemali también ha hablado continuamente de cómo se espera que las mujeres aceptemos el dolor como parte de nuestra cotidianidad, y ha compartido la investigación en donde se admite que a los hombres los atienden más rápido en las salas de urgencia, especialmente si se trata de pacientes de la tercera edad.
Hace unos meses, mientras me retorcía de dolor abdominal por apendicitis en un hospital del Seguro Social, mi madre y mi hermana me recordaron de la importancia de escucharnos a nosotras mismas. Los médicos y enfermeros me habían ignorado y tratado con tal displicencia por más de 24 horas que me auto convencí de que quizás lo que tenía no era tan grave, a pesar de haberme desmayado de -dolor- mientras intentaba cruzar un semáforo.
A la distancia lo he reflexionado como una situación en la que el dolor con el que solemos vivir suele estar tan presente que nos hace dudar de nuestras propias experiencias y saberes previos, y también porque ya nos hemos acostumbrado a que no nos crean que en un acto de cuidado paliativo elegimos el silencio.
Aquella tarde, mi madre, quien también ha vivido la experiencia de haber sido ignorada por dolores físicos y emocionales, evocó la memoria de quienes han perdido la vida en condiciones negligentes y sumamente dolorosas en espera de un diagnóstico, o de un espacio en la fila para el quirófano. Ella no estaba haciendo un llamado a la diferencia sexual, pero mi mente sólo pudo recordar historias de mujeres, y gracias a ello pude tomar decisiones conscientes y económicamente costosas para no ser parte de esa fatídica estadística. Por ahora, no me interesa volver este espacio en un relato de mi propio testimonio, aunque está claro que me recuperé, me parece necesario señalar cuantas veces sea necesario la hipocresía de las instituciones médicas que no pueden apegarse al principio humano más básico que sería escucharnos y creernos.
Lo he leído en decenas de artículos donde más mujeres reportan haber llegado a salas de urgencias con apendicitis y haber sido tachadas de exageradas, nerviosas o ansiosas; siempre locas y además mentirosas.
La tarde en la que ingresé al segundo de los cuatro hospitales por los que pasé hasta que finalmente comprobaron que mi dolor, quizás sí podría deberse al apéndice, escuché desde mi camilla a lo lejos el testimonio de una mujer de la tercera edad que había intentado suicidarse.
El que narraba la versión de lo ocurrido al urgenciólogo era su esposo. Contaba que “su mujer” había querido llamar su atención porque él la había dejado por otra persona, ya no vivían juntos y ella estaba deprimida, pero esa tarde había ido a visitarla a casa y la había encontrado luego de haberse tomado un frasco entero de pastillas. La mujer estaba semi inconsciente y, aunque no podía sostener la cabeza, ni sentarse erguida y había llegado a la sala de urgencias sin zapatos, no logró ni siquiera que le dieran un espacio para acostarse.
El urgenciólogo cuestionó la historia del esposo, y justificó que no podían hacer nada con la paciente puesto que ya habían transcurrido más de doce horas y un lavado de estómago no tendría sentido. Probablemente ese sea el protocolo a seguir, lo ignoro, pero cuando el esposo fue regañado sobre el por qué no había traído a la mujer antes y aludió lógicamente a su ausencia en la casa, pensé que tal vez aquella mujer, efectivamente, estaba harta de padecer sabrá cuánta cantidad de dolor a lo largo de su vida. La mañana siguiente la mujer volvió con el semblante más cabizbajo de todo el lugar, esta vez acompañada de su hija, y pidiendo un pase para ir a psiquiatría.
Ignorar nuestro dolor ha sido una manera eficaz de enloquecernos y etiquetarnos como la falsedad, lo contrario a la razón, lo que no vale la pena escuchar, y lo que debe permanecer eternamente en la Otredad.