La hostilidad de las paredes que nos rodean

por Melissa Amezcua

Por Melissa Amezcua

Las ciudades son un espacio en constante disputa. Y aunque todavía haya negacionistas, la hostilidad aumenta para las mujeres en el espacio público. El acoso callejero materializado en frases violentas de hombres, miradas lascivas, grabaciones de nuestros cuerpos, tocamientos y agresiones sexuales son quizás las más graves. Es entendible que en lugares como México se le dé mayor importancia a intentar erradicar ese tipo de violencias, pues nos afectan directamente en la corporalidad. Pero, ¿qué hay de la violencia simbólica a la que nos enfrentamos en las calles? ¿no afecta también nuestra cotidianidad?

Mucho se habla, a propósito de la coyuntura política, de la importancia de las representaciones sociales; sin embargo, en ese saco también entran los mensajes con una carga misógina, como el de esta pinta, ubicada en una pared de una subestación eléctrica de la CFE, al centro de la Ciudad de México.

“Daniela (…), te busqué y no saliste, puta cogeviejitos. M.”, se lee.

El grafiti ha sido, desde su irrupción como expresión artística, un lugar de resistencia urbana, de libertad de expresión y también una manera de ejercer una propiedad simbólica de territorio, pero ¿qué pasa cuando esas paredes en blanco son utilizadas para ejercer violencia simbólica en nuestra contra?

Las discusiones en torno a este tema suelen ser de clases sociales, de quienes están a favor o en contra, o si es o no una forma de arte, simple y llanamente, pero poco hacia analizar el contenido de estos textos sin caer en el reduccionismo moral de lo bueno, lo malo, lo feo o lo bello.

Se ha hablado en distintas tribunas de lo importante que es resignificar los espacios mediante grafitis realizados por mujeres, ya sea porque contengan mensajes feministas o sean firmados por mujeres, o del significado de crear memoriales para las víctimas de violencia feminicida en paredes de la ciudad. Ninguna de esas aristas está en duda.

Llama la atención, sin embargo, la permanencia que el Estado le permite a ciertas expresiones asociadas al hecho de ser mujer. Las pintas feministas comúnmente realizadas en las protestas son borradas, satanizadas, y hasta se suele pedir un castigo legal para las responsables de “dañar” paredes. Las pintas misóginas perpetuanado estereotipos de sexo, más parecidas a las narcomantas, cuyo fin es la amenaza, permanecen en los muros por semanas, incluso cuando se trata de paredes que le pertenecen al propio Estado, y que parece nadie observa.

Es esa parte de la ciudad que no se suele tomar en cuenta en la crítica feminista, ni en la agenda mediática, salvo cuando se trata de mercantilizar por alguna exotización o tragedia ocurrida en esos barrios. Cualquier mujer que haya pasado por alguna calle con un mensaje similar, ha tenido que aprender a vivir con ello, ¿qué más se puede hacer? Aprender a vivir en una ciudad material y simbólicamente hostil ha sido una más de las responsabilidades con las que tenemos que lidiar.

Habrá quien lo considere desproporcionado, hilarante, bajo el clásico “no es para tanto” o quien afirme que se trata de pleitos ingenuos como los que se (o solían) leerse en los baños de las escuelas. La mujer que recibió ese mensaje y quienes los hemos recibido, en lo absoluto, pensamos lo mismo. Las batallas que elegimos al denunciar estas violencias simbólicas no son gratuitas.

Los mensajes públicos de venganza entre personas —independientemente de su sexo— tampoco son una novedad de la época, pero las motivaciones siempre lo serán. La sexualidad femenina sigue siendo un motivo de escarnio público, y lo seguirá siendo mientras al resto de los espectadores nos parezca “que no es para tanto”, excepto cuando se trata de un monumento histórico, como si lo que dicen las paredes que rodean nuestras casas no incidieran en el imaginario colectivo, y en la creación o consolidación de estereotipos. Fue en ese transitar diario cuando nos cansamos de cruzar por los estanquillos que desplegaban a ocho columnas las fotografías de mujeres asesinadas y algo cambió. La deuda con esas demandas sigue vigente, pues la violencia simbólica, una vez que miras con calma y atención, está en más espacios de los que el ritmo de la vida nos permite observar.

A propósito de esta pinta sobre la CFE, pensé en el texto de la investigadora Claudia Pedraza sobre la experiencia de las mujeres en las barras mixtas de futbol en México, y en el cómo uno de los rituales no estipulados oficialmente es la masculinización de las integrantes. Un espacio más en el que para ser aceptadas y lograr la pertenencia hay que comportarse según lo estipulado por los varones, tradicionalmente mediante un valor tan viejo y tradicional como lo es la violencia.

Para ellos son los mensajes, o cantos —en su defecto—, de disputa o rivalidad por el territorio, para demeritarse entre ellos mismos, recurren a la disminución del individuo mediante los valores asociados a lo femenino, lo Otro, lo penetrable, lo débil. Para nosotras y entre nosotras son los mensajes aleccionadores sobre nuestra sexualidad.

Con la densidad de población que hay en la Ciudad de México, es imposible que sea una ciudad muda o apropiada únicamente por la propaganda o la publicidad, las paredes hablan, y el arte callejero ha sido parte de la riqueza cultural de las grandes ciudades en las últimas décadas. El activismo, en ese rubro, no sólo se trata de exigir paredes para pintar coloridas obras motivacionales o empoderantes, sino también de denunciar la hostilidad urbana en la que, para llegar a nuestros destinos, no nos queda otra opción que caminar sobre esos espacios hostiles.

 

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