Por Mónica Mendoza Madrigal
El sabor de las uvas aún está presente en nuestros paladares, cuando el arranque de las precampañas a la gubernatura al fin llega, iniciando formalmente un tiempo que ha sido disímbolo, pues mientras que por parte del partido que hoy gobierna ha habido al menos dos años de adelanto, en la oposición -tanto en la coalición como en el partido que va solo- han ido con tiempos que si bien son legales, mediáticamente han sido confusos.
Habrá nueve gubernaturas en disputa de las 32 entidades en que se divide el territorio nacional, lo que significa que se renovará la titularidad de quienes administran los destinos de casi el 30 por ciento de los estados, incluyendo tres de los cuatro más importantes poblacional y electoralmente hablando: Ciudad de México, Jalisco y Veracruz, pues Estado de México se renovó en 2023.
En un proceso concurrente como el de 2024 lo que está en disputa es demasiado y cada uno de los cargos que habrán de someterse al escrutinio del voto popular es sumamente relevante para el equilibrio de fuerzas políticas y para el contrapeso de la democracia, por lo que aun cuando el ojo público concentra su atención en la silla presidencial, lo cierto es que las gubernaturas son posiciones fundamentales desde las cuales se deciden los destinos de quienes en esos territorios residen y su gestión puede impulsar el desarrollo de sus pobladores o generarles un enorme rezago, cosa que en Veracruz conocemos de sobra.
Pero además de las posiciones en el Ejecutivo que serán sometidas al voto en la elección del junio próximo, también lo estará la decisión de cómo serán integradas las Cámaras federales, tanto el Senado como la de Diputados, que ahí es donde hay que concentrar absolutamente todo el esfuerzo ciudadano para votar responsablemente y garantizar que el Ejecutivo tenga contrapesos –gobierne quien gobierne–, pero también para tener candidaturas que representen auténticamente a la ciudadanía.
La concentración del poder resulta un grave riesgo cuando se carece de contrapesos. Lo sabemos, lo vivimos. 30 millones de votos otorgados en 2018 fueron para decir lo que ya no se quería, no para con ellos demoler instituciones, programas, acciones sobre los que se sostenía el crecimiento logrado, por lo que el que concluyó fue un año profundamente agotador para una sociedad civil mexicana no acostumbrada al foco público al que hubo que recurrir para defender instituciones como el INE y el TEPJF, pero también para respaldar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, último resquicio de protección para una ciudadanía huérfana que en tan corto tiempo ha tenido que asumir la responsabilidad cívica de una participación activa a la que la historia del caudillismo presidencial mexicano no ha dejado madurar lo suficiente, pero que hoy no tiene tiempo para dudas o dilaciones.
El momento es ahora. Hay tres opciones electorales: dos coaliciones y un partido independiente. A ninguno hay que dejarle ir solo, a ninguno hay que permitirle repartirse entre sí todas las posiciones, a todos hay que exigirles postular opciones con oferta política auténtica, personas que hayan dado resultados –sobre todo si lo que quieren es reelegirse– o personas que representen auténticamente a los sectores de ciudadanía por los que acceden y con ello me refiero a exigirles que no se usurpe a las acciones afirmativas con falsos personajes que jamás han representados las causas por las que se candidatean, ya sean migrantes, de la diversidad sexual, de los pueblos originarios, de las personas con discapacidad o de la afrodescendencia.
También –desde luego– me refiero a las mujeres que sean postuladas, para que la paridad signifique avances en materia de derechos para nosotras. Ya basta de seguir sirviendo a la reafirmación del mandato patriarcal con mujeres que acaban defendiendo a misóginos.
Todos dicen incluir a la sociedad civil organizada. Acuden a ella para legitimarse y para ampliar su base electoral, pero no para integrarla en forma efectiva entre las posiciones con posibilidades de ser electas y acaban repartiéndose las candidaturas entre las mismas personas de siempre. Hay que salir un poco de la visión aldeana y entender el comportamiento electoral en América Latina de los últimos 15 años, en donde cada vez hay menos participación ciudadana en los procesos y una creciente desafección porque las personas dejaron de creerles a los políticos, porque simplemente no les representan. Si los ejemplos son tan claros, ¿por qué acaban haciendo lo mismo con los mismos?
Así pues, lo que a partir de hoy viene es una tarea de enorme envergadura para la ciudadanía: participar es una tarea que no se limita a salir a votar, sino que implica informarse en verdad, tener una opinión política propia, involucrarse, disentir con fundamentos, escapar de la polarización que es un recurso muy útil para el control social, pero que en nada enriquece la democracia. Y sobre todo: exigir.
Lo que sigue es hacer efectiva la hora de la ciudadanía.
Foto de Martb desde Getty Images