Por Claudia Espinosa Almaguer
En la última semana de enero, mujeres activistas y sobrevivientes de violencia feminicida hablaron sobre sus experiencias en el sistema de justicia de México, un país completamente habituado a permanecer y perpetuar la impunidad.
Estos testimonios se dieron a partir de las noticias en el caso de Elena Ríos, agredida en septiembre de 2019, ante la decisión del juez Teódulo Pacheco de permitirle a su agresor estar en arresto domiciliario, aun cuando la presión mediática contra las autoridades oaxaqueñas consiguió evitar este beneficio, aquello fue apenas una muestra, un momento del proceso en que se desnudó el “razonamiento” del órgano jurisdiccional sobre el riesgo que consideró para una víctima quemada con ácido en la mitad de su cuerpo.
Su caso no es el único, con el acompañamiento de sus familias, siendo activistas por cuenta propia de su historia y de la de otras víctimas, habiendo sobrevivido a las agresiones más brutales, sus carpetas de investigación se pierden, las órdenes de aprehensión nunca llegan a ejecutarse a tal grado que los imputados ni siquiera se ven en la necesidad de darse a la fuga, no hay nadie buscándoles, si por alguna situación fuera de lugar se ha conseguido sentenciar a alguno, siempre puede echarse mano de algún “error” para presumir falta de debido proceso y tirar años de trabajo a la basura.
Por detrás de los asuntos que se han vuelto públicos, miles de mujeres anónimas aguardan a que las órdenes de protección comiencen a implementarse y las medidas a vigilarse, que puedan llegar a una suspensión condicional para recibir en dinero la interpretación jurídica de lo que han padecido durante años, porque hasta ahora el carácter integral de la reparación del daño sólo es realidad en el texto de la ley vigente.
Miradas desde allí, desde los derechos, los delitos y los protocolos, las mujeres en México tenemos una normatividad cada vez más exhaustiva, si en los albores del siglo XX se castigaba con mayor severidad el robo de ganado que las golpizas o la violación, hoy a los ojos de cualquiera parece un enorme progreso leer delitos como el de “lesiones cometidas contra la mujer en razón de su género”, porque desde luego, aunque los jueces lo usen para reclasificar tentativas de feminicidio, sus promoventes obtienen beneficios y esa es la finalidad real para quien se publicita a través de ello sepa o no en lo que se mete.
A nivel nacional las instituciones del ministerio público reciben apenas el 1% de los delitos que se producen realmente en el país y de esas miles de violencias, las sanciones, las penas y las sentencias son simbólicas, en parte porque otras áreas no hacen lo que les compete en cuanto a la evitación de este fenómeno pero también porque sigue sin ser una prioridad para el Estado, de ahí que lleguemos pronto a otro 8 de marzo con más de la mitad de México con Alertas de Violencia sin cumplir.
Pero, si a alguien interpela la impunidad en la que atraviesan su existencia miles de niños, niñas y mujeres en el país, es a quienes nos dedicamos al Derecho Penal, a la investigación del delito, a la procuración e impartición de justicia, desde quienes deciden en qué se invierte el dinero hasta aquellos que han convertido en lo mismo este sistema que el anterior, acusado igual de no funcionar.
La crisis de la Justicia yace en cada práctica obtusa de sus operadores, en su ineficacia, en su mediocridad, su conformidad, su falta de preparación, su sumisión ante las conductas corruptas de todos los días, en su cobardía y su vacío absoluto de cualquier forma de ética. Eso es lo que debe de ser erradicado, eso es lo que no debe continuar subsistiendo.
A más ver.
Claudia Espinosa Almaguer
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